La más variada fauna, entre pensamiento, imagen, poesía y erotismo: ¡todo!, en definitiva.

18.9.11

TRAZAS 14


Son los violinesQue no entran en escena

Son los soles solitarios
Los ojos de dios

Un solo deseo
Que hace mella
En los hombros de la maravilla

Piel, pista de las yemas
De papilas enloquecidas
Del ardor

Señuelos como cuadros decantados
Como osamentas vestidas

Recuerdos de una conferencia
Donde llover está desfigurado

Hablan los sueños
Atados a una interpretación
Morir de pie

El desencanto
Hace melodía
En tu boca precavidamente roja

El diablo no respeta
Aberturas
Imagina deslices

Yo duermo arrollado
Cruzado
Y brindado

Las llagas de la escena
Sin violines
Sin miradas

Son rápidos como la obviedad
Son lucidos
Y desencajados

Frágiles famas
Incendian las pasarelas
Tu belleza mata

Tu belleza muere
Muere en mí
Adormecido y esbelto

Flaco como una guirnalda
Atornillado al color

Los francos batientes
Del alma
Que no descansa en un tango

Llueve.

Llueve desprolijamente
Con ritmo nostálgico
La música calla

Versos entreverados
Adeudados al poeta
Somnoliento y furtivo

Endemoniado mojón
Un espacio es nada
Como el mundo

Somos apenas una nube
Que descansa
Sobre otra nube

Que se vacía.

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ESE HÁBITO DE MIERDA DE QUEMAR HOJAS

El humo quema
Quema la garganta
La garganta más honda
La que gime cuando se quema
El año se quemó
Bostezó un pájaro negro
Y un gato que se cruzó
Mutilaciones de la razón
Envainadas en supercherías
Dibujan la comezón
Del terror (terrores) en la toldería
Porque así la ciudad se viste
De lonas y cueros históricos
Mientras una vidala
Olvida su origen
Y el humo se pierde
Como el sentido
El sol quema
Quema la frente alta de los varones
La frente que ofrenda
Dignidad al cielo y a la inteligencia
Pero no al sentimiento
No a los auténticos dones
Que expresan el resentimiento
De la rima en vagones
Que arremete la resistencia
Todos estamos sentados a la sombra
De una grafía olvidada
Histéricos por el sinfín
De la hueca huella en el tiempo
Los amigos escribirán de tanto en tanto
Y sus cartas serán quemadas
Como bodrios de papel sin aliento
Ignorantes de su ego incendiado
Olvido es la gloria que amamanto
Olvido y ridiculez
Sin que se vuelvan los ojos
Hacia el humo del que hablamos
Hacia ese gris destino del rojo
Que en cenizas se cubre al fin
FIN

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20.5.08

Nuevo BLOG El Ventrílocuo

Tenemos una nueva maleta para este muñeco.
Se aceptan comentarios y sugerencias de mejora (jorgealberdi(arroba)hotmail.com)




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27.4.08

CARMILLA

De Sheridan Le Fanu, el célebre relato 'Carmilla', para quien quiera difrutar de uno de los íconos del relato de vampiros que pone de relieve la sensualidad del mito.
En 'Lecturas y Miradas': http://lecturasymiradas.blogspot.com/

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16.4.08

EL HUMO DE LA CALLE

No sé. Pienso que el humo de la calle nos envuelve en un manto de cultura y naturaleza difícil de separar. La gran ciudad se olvida de la diversidad en su propia multiplicidad y alguien, tal vez un hombre, espera solo el amor de su vida, tal vez una mujer, impoluto mientras su amor se descose en cada encrucijada o con juguetes gelatinosos que huelen y saben a esencia artificial de frutillas demuele los colchones de gran tamaño mientras en la tevé una murga le trae recuerdos de su amiga vestida con flores de mostacillas y tipografía anárquica que sacude la horma de sus pechos al ritmo de un tambor huérfano. En la radio nos dicen qué bebida beber y el spam de los carteles urbanos nos atiborra de imágenes lésbicas mientras los chicos de la calle ofrecen su servicio rápido y espumoso de limpiavidrios al paso mientras sus amigos fuman en un rincón meado por perros y borrachos y sueñan con ayuda porque ya solos ni soñar pueden. Una mirada que se pierde en el serpentear de las callejuelas con subidas y bajadas y en un ciber los autómatas se me parecen y todos se me parecen mientras ella entra y yo la sigo y me apoyo en una mesa recién abandonada con el tapiz pegoteado de café y mermelada y la vuelvo a seguir con la mirada que se posa en la misma pantalla donde explota el sexo sin perfume de dos niñas que parlotean mudas antes de darse un mordisco y luego sanarse con sus propias lenguas y ella mirando sabe que otros la miran pero también eso es ya naturaleza y no pasará de allí hasta que una de sus manos se hunda entre sus piernas un segundo como para contener algo que se le escapa algo que se le va mientras sube por su garganta y la tersa barbilla le tiembla apenas lo suficiente como para que yo sepa que está viva y que, quizá un hombre, la espera en otra ciudad otro mundo sin haberla conocido solo de soñarla para que otro, quizá otro hombre, aburrido de pensar hacia dónde va se ponga a escribir su historia solitaria, otra más de las tantas repetidas, y acierte en un concurso de literatura demodé y gane un premio ínfimo que lo catapulta al abismo de la fama efímera, para volver a la nada.

Pienso que cuando ella sale el humo se ha vuelto brisa, y una llovizna le moja el pelo; que en un horizonte cercano los picos de los cerros lucen blancos, pero no lo sabe aunque pueda imaginarlo y no sé si levantarme de aquí y seguirla y arrebatarle a ese otro hombre el amor de su vida y en una esquina tirarme sobre ella y convertir la historia romántica en una película de cuarta donde el amor es tan fácil como pagar la entrada a un cine. No sé si levantarme por más que ella vuelva la cara para verme como si yo también fuese una pantalla, un monitor que arroja gemidos y babeos y movimientos rítmicos como en una extraña espiral de candombe de verano, para acercarme y morderla hasta que despierte y abra los ojos y que ellos vomiten las últimas imágenes del fin de los tiempos, imágenes que de tan repetidas ahogan su diversidad.

Me quedo donde estoy, sonriendo, sonriendo estúpidamente, total, nadie me ve, nadie tropieza conmigo y soy otro que en algún lugar una historia espera hasta desdibujarse.

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2.4.08

LUPE, amor a primera lectura

Fue un chiste. Un breve comentario en respuesta a un post que arremetía contra el amor a primera vista. Una opinión rápida en el blog. Sin embargo, esa efímera marca en el post de la blogger desató el recuerdo de Guadalupe, la gallega, que habiendo estado sumergida en un olvido culposo emergió a la superficie como un cachetazo.
Es curioso como trabaja nuestra cabecita; cuando uno cree que puede lanzar las palabras así porque sí, sin consecuencias, generalmente, se está equivocando. ¿Hay azar; abandono, o destino? ¿Es cierto que el universo no es caos sino una articulada red de nexos de la cual solo percibimos una mezquina muestra gratis? Y en ese somos lo que leemos, o somos lo que escribimos ¿cómo se teje este universo?: con entradas y salidas de esa malla sin espacio ni tiempo.
Hace unos cuantos años trabajé en una empresa estatal y entre mis compañeros había uno con quien, por sensibilidad artística, llegamos a ser amigos. Pablo decidió un día de esos malos muy malos que solemos tener en Argentina cada dos por tres —o mejor: cada tres por dos—, alcanzar mejor suerte en España. Solicitó el beneficio de una licencia sin goce de sueldo por tres meses, y partió con su Pentax 1000 y un amigo fotógrafo. Su primer destino era Palmas de Mallorca.
Tres meses después se reincorporó al trabajo, pero era otra persona. Había vuelto para ultimar detalles, dijo. Tenía que arreglar algunas cuestiones de negocios que compartía con un hermano y un primo. Su idea era vender todo lo que tenía y volverse a la península, había conocido a una muchacha a la que le prometió regresar. A pesar de que no era una persona de enamoramientos repentinos, ni de relaciones duraderas con las mujeres, le creí. A fuerza de su propio entusiasmo, le creí.
Conocí a Guadalupe en unas logradas fotos en blanco y negro, fiel al estilo de Pablo, que odiaba las fotos en colores. El impacto de la imagen es muy fuerte, y uno llega a entender ese mito del enamoramiento a primera vista. Guadalupe era una chica que había salido de la adolescencia y transmitía toda la belleza y la frescura que se puede transmitir a los veinte años. Rotunda cabellera que enmarcaba un rostro con una leve tendencia a la cuadratura; frente despejada y grandes ojos, mirada de lago transparente; boca larga, acostumbrada a la sonrisa franca.

Leer Completo

Pablo fue reconstruyendo, en nuestros interminables viajes al interior de la provincia de Santa Fe, el derrotero de su estadía en España; cómo la conoció, los lugares por donde encaminaron sus pasos antes de llegar a una ciudad cerca de Barcelona, —donde pasó los últimos días antes de volverse al país— en casa de sus padres. A la semana llegó la primera carta, que Pablo leyó y releyó mientras trataba de acelerar los trámites de la venta del auto y esperaba la cancelación de un préstamo que había hecho a su primo. Me fue leyendo fragmentos, hasta que finalmente me dio la carta para que la leyera completa. Nunca había pasado por algo así; acceder, sin más, a la intimidad de una escritura dirigida a otro. Al principio me ganó la incomodidad, una repentina vergüenza hacía que demorara en zambullirme en la lectura, pero mi amigo insistía de tal manera que temí que tomase como un desaire mi inicial negativa; Guadalupe era su orgullo personal.
Si dije que el impacto de una imagen es muy fuerte, no tienen idea de lo que me provocó recorrer esa grafía azul, esas palabras, una tras otras, en perfecto dibujo, con una leve inclinación hacia delante. A esa edad ya había intercambiado cartas con unas cuantas amigas, y sabía qué podía esperar de una epístola amorosa. En realidad, casi todas se parecen, pegoteadas y perfumadas, llenas de signos que pretenden transmitir o exagerar expresiones; sentimientos; ahogos; deseos. Había una diferencia desde el inicio en la carta de Guadalupe; el texto estaba formulado desde otro lugar, no abordaba la cuestión sentimental directamente. Unos cuantos rodeos narrativos bien construidos; descripciones precisas de los días posteriores a la partida de Pablo, las actividades cotidianas y el color que le imprimía un estado de ánimo entre la pérdida y la espera. No había amontonamiento; el orden de la narración y de los argumentos era tan preciso como cada palabra redondeada por la lapicera fuente. La impresión que me causó fue que escribía tan naturalmente como (yo sospechaba) se reía o caminaba por entre las viñas del Penedès.
Pronto llegó la segunda carta, y Pablo aún no había respondido a la primera. La historia volvía a repetirse: me leía algunos fragmentos y trataba de proporcionarme el contexto necesario para que yo me hiciese una idea más precisa. Finalmente me entregó el papel para que lo leyera. Con un poco más de confianza, casi como un hábito, recorrí el derrotero de la letra de Guadalupe que, al final, se animaba a preguntarle por qué no le había respondido. Creo que un grafólogo hubiese registrado esa casi imperceptible claudicación gráfica de la última frase y hubiese interpretado una primera angustia. Una a que se aplastaba más de lo normal, una l que se caía demasiado hacia la derecha, la falta del punto final, apenas estas imperfecciones delataban que la carta fue escrita solo para poder expresar esa último interrogante.
Le pregunté por qué no había contestado. Luego de algunas excusas insostenibles, terminó pidiéndome que le ayudase a contestar. La escritura de Guadalupe lo intimidaba; una cosa era ella y otra cómo escribía. Pablo estaba al tanto de mi vocación inicial de escritor, creyó que podría ayudarle en algo que él no manejaba tan diestramente como ella.
–No– dije – no escribiré la respuesta que solo vos debés dar.
Lo orienté, eso sí, en cómo estructurarla; le di algunas ideas, revisé el resultado final, corregí algunos errores ortográficos, transcribí el manuscrito a un procesador de textos, y eso fue todo.
El diálogo epistolar se fue sucediendo; ella escribía con su maravillosa letra, desgranaba en cada carta la compleja amplitud de su persona y él contestaba escuetamente las impresiones del procesador. Generalmente salíamos por la mañana, pasábamos por el correo a revisar su casilla postal, si eventualmente nos esperaba una carta la leíamos y releíamos durante el trayecto hacia el lugar a donde debíamos ir ese día. De a poco comenzó a transformarse más en una espera mía que en una de Pablo.
Los costos postales a España eran elevados, y el tiempo que transcurría entre una y otra carta no eran acordes a la ansiedad de los enamorados por lo que, frecuentemente, la comunicación comenzó a transitar por el incipiente correo electrónico. No obstante, para Guadalupe esto no era más que un sucedáneo: no dejaba de enviar su semanal carta manuscrita detallando todo lo que había vivido durante los últimos días, y opinando sobre esos mismos acontecimientos.
En una ocasión, Pablo retiró su correspondencia y, mientras abría otros sobres personales, me extendió la carta cerrada aún de la gallega –como le decíamos– para que la fuese leyendo. Noté que me temblaba el pulso mientras desdoblaba esas hojas crujientes y las manos se me humedecían a medida que recorría con gula desconocida cada una de las frases que aparecían ante mis ojos. Ese día le pedí a mi amigo que no me diese más a leer sus cartas. Me miró extrañado y no sé cómo pude esconder el rubor que me crecía desde el vientre. Argüí que no me parecía adecuado que yo estuviese metido permanentemente en su intimidad. No sé si lo creyó. Lo cierto es que dejó de hacerlo y solo se limitó a contarme, cuando recibía correspondencia, algunos aspectos de la misma.
De a poco Pablo fue sucumbiendo a su vida habitual, tuvo oportunidad de vender su automóvil pero le pareció que no hacía buen negocio y postergó la venta con el fin de obtener un mejor valor. Volvió a sus salidas habituales, a recorrer la noche con sus amigos de siempre. El ímpetu que tenía al principio fue mermando y noté que su proyecto de volverse a España declinaba día tras día. Las cartas seguían llegando, pero ya casi no las respondía, o se limitaba a unas pocas palabras por e-mail.
Un día me dijo que quizá le convenía esperar un año antes de volver, que se le había presentado una oportunidad de hacer un par de negocios que le redituarían buen dinero en poco tiempo; que eso le permitiría llevar mayor capital e instalarse más cómodamente en España.
Comencé a acuciarlo para que respondiese a las cartas de Guadalupe; que la mina, me parecía, no era para perderla; que si había estado tan bien con ella no aflojara ahora.
Finalmente comenzó a salir con una amiga de su primo y me confesó que no sabía cómo cortar con Guadalupe sin dañarla, y reafirmar la convención europea de que el argentino es un charlatán, un ilusionista canalla. En realidad lo último lo agregué yo, a Pablo poco le importaba lo que pensaran de los argentinos.
Insistí en si estaba seguro de lo que decía. Le recordé letra por letra, palabra por palabra, lo que me había vertido cuando volvió, pero el fuego estaba extinto, y no le parecía que ella debiera seguir en esa espera, que no lo merecía, pero tampoco encontraba el modo de decírselo. Me entregó su última carta por si quería leerla. La leí con la avidez del adicto. El texto de Guadalupe ya tenía algo de impersonal, como si presintiera la ruptura y entonces no se jugara por entera. Me dolió la neutralidad, como si estuviese dirigida a mí. Aún así, seguía trasluciendo a una mujer esplendorosa.
Cuando finalmente tuve el convencimiento de que mi amigo hablaba en serio (lo hice muy rápidamente), me ofrecí a hacerle el servicio; a ir cortando por él la relación, del mejor modo posible, si me autorizaba a utilizar su cuenta de correos para escribirle yo a la gallega. Me miró de reojo, con un esbozo de sonrisa torcida, como si todo el tiempo hubiese estado leyendo mis más ocultos sentimientos, y me dio su aprobación.
Me planté delante de la destartalada PC, la miré fijo (como ahora que no encuentro las palabras adecuadas) y volví a cerrar el correo sin animarme a nada. Me levanté, fui al baño, refregué mi cara con el agua fría y volví al escritorio. En el trayecto desde el baño ensayé mentalmente un par de introducciones. Me costaron sangre las primeras dos frases, y luego fui soltándome y soltándome hasta olvidarme del mundo. Cuando reaccioné había escrito lo que serían unas tres carillas de una A4. Fui poniendo en el campo del destinatario, letra por letra, lentamente, la dirección del e-mail de Guadalupe. Estuve a punto de cancelar y borrar todo, pero no lo hice: pulsé enviar, y apagué la máquina. Cuando salí a la calle, pesaba veinte kilos menos, y llevaba una calma que podría equipararse a la felicidad, pero sabía que no lo era. Me senté en la mesa de un bar a la calle y pedí una cerveza, me levanté a la hora de cenar; ya en el departamento me duché y me fui a la cama con un libro del cual no pude leer ni una sola página. Me dormí con el ronroneo del ventilador.
Al día siguiente, en cuanto tuve un momento libre, consulté el correo de Pablo, había un mensaje, una respuesta en la bandeja de entrada. El mundillo de la oficina rechinaba, pero una burbuja me protegía contra todos los males de este mundo. Estuve paralizado unos cuantos minutos, mirando el blanco de la pantalla como un catatónico, hasta que me animé a abrir el archivo. El mensaje era breve, lo recuerdo bien, decía algo así como:
Dicen que todos los gatos son pardos en la oscuridad. Siempre dudé de esta sentencia absurda. Si fuese así, no podría darme cuenta si el que me besa en la noche es mi hombre, sin embargo aún ciega podría diferenciar el grado de salobridad de los labios y la morosidad y textura de la lengua de Pablo. No sé que lamentable desliz ocurrió aquí, ni quiero imaginarlo porque la intuición del error se transformaría en horror. De algo estoy segura: no eres Pablo. Y si él tiene alguna responsabilidad en esto, no creo merecerlo. Lamentable.”
Sentí ganas de morirme. Como si la tuviese sentada adelante, con los ojos llorosos pero duros en su dignidad, mirándome, dejando que me cayese al abismo en esa mirada que no juzga, sólo pregunta. Miré hacia ambos lados, para ver si alguien se había percatado de mi turbación, pero el mundo es impermeable a estas emociones. Por suerte Pablo estaba en otro sector y no lo vería hasta el día siguiente. No me hubiese atrevido a contarle. Quería estar solo, mordiéndome la lengua como si en lugar de escribir hubiese hablado y hubiese dicho las palabras que no debía.
Borré el mensaje, y evité todo contacto humano durante el resto del día. Era viernes, eso me daba un par de días para ahogarme en mi duelo personal. El lunes no estaba mejor, seguía pesándome la culpa como la vez que rompí un objeto muy querido por mi madre y me las ingenié para que culparan a mi hermana.
El martes me animé a redactar un par de líneas en las que decía algo así como que no culpara a Pablo, que había sido un abuso de confianza de mi parte, que mi nombre era Jorge y que me sentía espantosamente mal. Insistí con una endeble disculpa. La escribí desde mi cuenta de e-mail.
En los días que siguieron, consulté la casilla como un poseso, pero no recibí respuesta alguna.
Una semana después, luego de leer y releer su última carta hasta desdibujar las palabras, y de intentar por todos los medios de aceptar que lo nuestro no tenía siquiera un principio; que, en todo caso, había comenzado con el final, intenté redactar mi primer envío postal. Fue a principios de marzo. Al trabajo le sumé las horas de cátedra en la facultad y el tiempo que me demandaban algunos amores fugaces, sin embargo, al final de cada jornada, cansado y vacío, volvía sobre las hojas borroneadas, tachadas y corregidas mil veces. A la luz extenuada de una lámpara buscaba con mi torpe grafía establecer un lazo argumentativo que me colocara de pie ante Guadalupe, y hasta con un toque de dignidad.
Llegó el mes de julio; una noche en la que la desesperación, el hastío y el humo me pusieron frente a un espejo real, rompí esos inútiles papeles acopiados que nunca cruzarían el mar. Rendí dos prácticos en la facultad que ya tenía preparados y me tomé un par de semanas de licencia en el trabajo. Subí a un colectivo que me llevó al pié de la cordillera. Me esperaba un amigo mendocino. Juntos recorrimos los casi trescientos kilómetros hasta el Cañón del Atuel, donde él tenía una modesta cabaña. Nada mejor que la naturaleza y la charla sincera de un amigo para cerrar heridas. El paisaje frío se fue metiendo cálidamente en mi espíritu, los nervios de la indiferencia selectiva parecían recobrar su vieja frescura. Solo quedaba volver.
En la soledad del regreso, quizá como una respuesta de la noche cerrada que retrocedía velozmente detrás de la ventanilla, volví a pensar en la gallega y en un par de segundos pasaron ante mí, en puro estado crítico, los últimos meses de mi vida. Tuve dos certezas: la conciencia lúcida y tranquila de la vergüenza, y la decisión de acercarme a esa lejana muchacha de la cual, casi inexplicablemente, estaba enamorado.

Esta vez no me enredé en tontos juegos de excusas y artilugios que hablaran de mí. Me limité a redactar los recientes días en el Cañón. Sería el paisaje o la escritura quienes realmente hablasen de mí. Después de todo, conocí a Lupe no tanto por lo que escribía de sí como por lo que simplemente escribía.
Era el Atuel, que corría encajonado, rápido, entre la pared rojiza y amarilla, a la sombra de esas esculturas que el viento supo tallar, quien se expresaba en esas palabras que cruzarían, esta vez sí, el océano con un destino de mujer.
Nada de correo electrónico; describí prolijamente mi itinerario reciente, doblé las hojas escritas y las metí en un sobre de manila y anoté la dirección de Guadalupe.
Una semana después, la noche me sorprendió garabateando sobre el papel una calleja oscura de Rosario por la que yo subía, solo, mientras unos gatos anónimos se escabullían entre las sombras. Al llegar a una esquina, desde un bar apenas anunciado me llegaban los acordes de un blues que se codeaba con un tango. Nunca me gustó el tango, pero algunas veces una nota me llega hasta lo más profundo. Allí me detengo y me dejo llevar por esa llaga que me dice del paso implacable del tiempo sobre la belleza humana. Después, con un gesto, me sacudo la nostalgia que se me ha pegado y me pregunto cómo me afectaría esa música casi aborrecida, que sin embargo es naturaleza, si yo viviese en otro país, lejos de estas calles con su empedrado de escamas relucientes, sus escenarios vacíos y llenos de magia, las mesas de amigos perdidos en la madrugada entre risas explosivas y confesiones melancólicas. En el bar me esperaban los bebedores de siempre, los enamorados de las historias de asesinos canallas; de mujeres de piernas largas y caderas sinuosas como un lugar común, mujeres de miradas líquidas; comentadores de versos de poetas inexistentes de tan desconocidos. Conversaciones que, luego, en la soledad de mi departamento reñían con la hoja en blanco que se entregaba de a poco, se desvestía mansamente, no ya incitada por la música sino por la letra que se apilaba y desgranaba.
A la semana siguiente, el sobre se llevó a España un camino de tierra en medio del campo, los juegos tempranos de la mañana que reverberaba en la laguna donde las vacas hundían sus pezuñas y el hornero amasaba el barro para su nido, el polvo que levantaba la camioneta y entraba por la ventanilla junto con el frescor. El pequeño pueblo, que se insinuaba en los bordes, con algunas casas derruidas al costado del sembradío de maíz, las paredes de ladrillo carcomido por los años y ganadas por el palán palán, el techo ya sin chapas pero con algunos tirantes de palo que aún resistían la intemperie y conformaban el esqueleto. El local en la esquina pobre y vieja, en cuyo cartel aún se leía ‘almacén de ramos generales’ como intentando resistir al anacronismo; la plaza con los árboles grandes y frondosos y sus caminos sin pavimentar, recorrida por algunos chicos con guardapolvos blancos que llegaban tarde al colegio. En frente la iglesia con su cúpula de ladrillo a la vista y una campana fundida a principios del siglo pasado, y después, casi por el medio del pueblo, las vías oxidadas, olvidadas del paso de los monstruos de hierro y la estación, la gloriosa estación de trenes, ahora convertida en una dependencia municipal más; una calle pavimentada, signo del último intento de acompañar a una época pujante que se diluyó con la esperanza del país, autos estacionados con las ventanillas abiertas, un tractor aún en marcha. Los arbolitos prolijos, con los troncos pintados con cal; baldíos desmalezados por el picado de la tarde y del sábado; algunas casas más nuevas, de los propietarios de los campos, con diseños encargados a arquitectos, hijos que se recibieron en Rosario o en Buenos Aires pero nunca más volvieron al pueblo. A la salida hay un barrio nuevo, de unas diez casas iguales, con patios abiertos y la ropa ya tendida, blanqueándose al sol, señal de las buenas relaciones del presidente de la comuna con el gobernador. Olor a leña quemada, a panadería.
Otra semana traté de describir un altillo nocturno habitado por murciélagos y otra el color del agua del río Paraná, visto desde la barranca de San Lorenzo, con sus botes; las islas de todos pero que son de Entre Ríos; los pescadores que ya han hecho su día y acomodan sus bártulos mientras aún coletea un agonizante dorado en el fondo del bote ‘hace unos años se sacaban hasta pacuses aquí, ahora apenas algunas boguitas y unos dorados chicos, no es lo mismo, pero alcanza’. El tableteo de un motor que se acerca, o la estela de una moto de agua que cruza en diagonal y contra la corriente.
Semana a semana, todas aquellas cosas que me rodeaban, que hacían a mi vida diaria, algunas importantes y otras insignificantes, fui llevándolas a la letra y ensobrándolas con destino a España. Al principio esperé, con cierta ansiedad, una respuesta que no llegó. Quizá ya no vivía más en Vilafranca; en algunas de las cartas mencionaba viajes cortos relacionados con sus estudios. Quizá los sobres eran arrojados a la basura o rotos sin ser leídos apenas llegados. Estuve tentado de pedirle todas las otras cartas a Pablo, para buscar allí alguna señal, algo que había pasado por alto y que apuntalase la hipótesis de la mudanza. Casi desisto, pero por un acto reflejo seguí enviando los sobres periódicamente. Con el tiempo dejé de pensar en la respuesta, incluso dejé de pensar en el destino de lo que escribía y me limité a narrar, como si en lugar de escribir para ella, lo hiciese para mí. Así se escribe un libro, pensé.
Actos de mi vida que me parecían interesantes; objetos que veía en un museo o en una galería; el hallazgo de un libro en una librería de usados; el palimpsesto contra la pared en una calle cortada luego de unas elecciones municipales; la sucesión de la floración de las especies autóctonas y un apartado especial para la flora importada de Europa; una morosa clasificación de los gatos callejeros según la tersura y luminosidad de su pelaje; el registro desordenado de la intertextualidad en la literatura argentina; el recuerdo (la imagen recordada) de mi madre (su expresión entre resignada y furiosa) en la puerta de mi casa cuando volví luego de tres días de ausencia porque me fui detrás de un recital de un grupo de rock sin avisar; sensaciones (estremecimientos) de una noche de ebriedad en la que una muchacha bailó con sus pies desnudos sobre los míos y luego desapareció sin dejar mas señas que su perfume y su mirada; los viajes que hacía durante el trabajo; las primeras noches de primavera con su aroma a ozono o a flores de paraíso; una serie de notas sobre la aparición de la luna en el horizonte y hasta una teoría poética sobre su diversidad; los muebles de mi habitación; la ventana abierta (la fragilidad de la noche, el calor, el zumbido del ventilador de techo, las ambulancias que se escuchan en la madrugada, cuando el que no duerme, escribe).
En los meses que pasaron nunca recibí una respuesta. Un día dejé de escribir.

Algunas semanas después recibí la primera carta de Lupe dirigida a mí. Bueno, salvo por el destinatario del sobre, en el interior no había ninguna otra referencia a mi persona. Comenzaba narrando una mañana de domingo vista parcialmente desde la ventana de su cuarto que daba a la calle. Describía el deliberado olvido de la persiana a medio cerrar, la tibieza de las sábanas, el crujido de algunos huesos mientras se desperezaba, el despegue de la cama, las particularidades de su higiene bucal, el desayuno, una lúdica discusión con su madre y después el minucioso detalle de la elección de la ropa que pondría en su valija. Las vacaciones habían terminado, debía volver a estudiar. Al final, en la última oración, se coló un ‘te escribiré cuando llegue’. Increíble la fuerza de un vocablo: sentí que ella me tocaba.
La segunda llegó apenas una semana después. Un poco más extensa, todavía impersonal, aunque ya con señas de la narración firme y espontánea que le conociera de las cartas a Pablo. Relataba el viaje, describía algunas callejas; el pasillo de la casa donde compartía una habitación con otra compañera; la escalera; la vista de los techos de tejas desde la ventana de su cuarto; los adornos en las paredes; la mesa de luz; el cajón de la mesa de luz; el color de las medias que se pondría al día siguiente (estuve tentado de escribir: ‘que se pondría mañana’); un verso citado de algún poeta gálico que yo desconocía; el reflejo del sol a cierta hora de la tarde que daba sobre el espejo e iluminaba el respaldar de la cama y el mismo efecto por la noche provocado por una lámpara en la calle, lo que la obligaba, lamentablemente, a bajar la totalidad de la persiana.
Esta vez, apresurado por responder, me encontré con una inusitada timidez. No había manera de encontrar el término justo para el encabezado, y nombrarla, no podía nombrarla. Comprendí las vueltas que debe haber dado antes de escribir las líneas iniciales de su primera carta. A miles de kilómetros de distancia, separados por agua y tierra, diferidos unos días, ambos nos descubríamos cohibidos. Retomé su fórmula y comencé por hacer un inventario de los libros de mi biblioteca, los datos editoriales de aquellos volúmenes sobre los cuales me sentía particularmente orgulloso de poseerlos, cité algunos fragmentos de algún poeta surrealista que destacaba la necesidad del humor en la poesía. Pero me costaba fluir, dejarme arrastrar por la escritura hasta olvidarme de estar escribiendo. Punto y aparte.
Comencé a describir mi mano izquierda: el ancho, el largo de las uñas, la forma de los dedos, la particular arruga en las articulaciones, los accidentes geográficos de la siniestra. El índice, un poco más torcido que el de su hermana derecha, debido a un accidente cuando tenía un par de años: narré con lujo de detalles el recuerdo que tenía del accidente. Al final, cerré diciéndole, ‘te escribo con la otra’. Tenía una intuición bastante precisa de cual sería el contenido de mis próximas cartas: mi pie derecho; la rodilla izquierda, una aproximación a mi rostro. Con cada mácula, la historia detrás: así, pude contarle el origen de mi cicatriz sobre una ceja; los siete puntos en el muslo de mi pierna derecha; una herida en la cabeza disimulada por el cabello.
Pedazo a pedazo, parte a parte, fuimos rearmándonos. Para cuando llegamos a las zonas más íntimas, ella era nuevamente Lupe y yo, Jorge.

Un año de morosas caricias escriturarias, un año para narrar dos vidas y enredarlas en un complejo juego de composición. Una pequeña obrita escrita en común. El huracán de sensaciones de la primera conversación telefónica. Algunas imágenes que cruzaban el mar en uno y otro sentido. Fotos amarillas, hoy.

Sorprendió mi intempestiva gestión de una licencia especial para viajar a España. ‘Una oportunidad, argumenté’. Aún recuerdo el gesto de Pablo, semejante a una sonrisa. Se acercó antes de que me fuera y me dijo en voz baja ‘decile que me morí’.
Llegué a Vilafranca del Pènedes, en medio de una algarabía catalana y de repiques de campanas, pasado el mediodía de un 29 de agosto. La mágica ‘festa major’ iniciaba, Lupe me esperaría cerca del Ayuntamiento, en lo que las enciclopedias llaman el barrio gótico, pero un mundo de gente, de chicos, de bandas, músicos y bailarines con sus atuendos típicos aún impecables que se trasladaban de un lado a otro en medio de los festejos, impidió que nos encontráramos. Entrada la noche, cuando comenzaban los espectáculos nocturnos, entre el deslumbre y mi consternación, en una callejuela serpenteante de balcones engalanados, bajo una lluvia de fuegos artificiales y en medio del estruendo y del griterío, nos reconocimos. Nos besamos largamente, sin desesperación, como si nos conociésemos de toda la vida y por alguna circunstancia nos hubiésemos visto obligados a vivir un tiempo separados y este fuese el momento del reencuentro.
A nuestro natural estado de excitación debimos agregarle el frenesí de la fiesta. Los bailes se encadenaban, corrimos de un lado a otro, nos sumamos a las bandas espontáneas que marchaban abrazados al costado de los grallers y saltamos hasta el agotamiento al compás de su música. Aún con mi torpeza trepé por encima de acalorados desconocidos que improvisaban una de esas torres humanas que al día siguiente los grupos de castellers exhibirían orgullosos a la salida de la basílica de Santa María.
Empalmamos la noche y el día nos encontró desayunando en un barcito cerca de la Casa de la Vila. Yo estaba embriagado con su cabello, sus ojos, su larga boca, su olor. El mozo preguntaba algo en su catalán natural y luego probaba con un español cerrado pero no podíamos apartar la mirada uno de otro. El café que había traído unos minutos antes se enfriaba mientras un humillo se desvanecía en filigranas. Algún vitreaux arrojaba un tono rojizo sobre el rostro que mis dedos acariciaban morosos. No necesitábamos hablar, solo estar allí uno cerca del otro.
Después caminamos por veredas angostas, nos fuimos perdiendo por callecitas curvas hasta alejarnos del centro histórico hacia los bordes de la ciudad. Los suaves caminos que enlazan las viñas acompañaron con su silencio nuestro embelesamiento, descansamos al costado de un puente, apoyados sobre mi destartalada mochila. La tarde comenzaba a declinar, pasó una camioneta cargada de gente que se dirigía al centro, a la fiesta. Nos gritaron algo que Lupe tuvo que traducirme. El polvo que levantó se estacionó en estratos como hilachas fantasmas a un metro del suelo, después el silencio volvió a reinar. Retornamos sobre nuestros pasos; la noche del 30 volvía a estallar en la ciudad y nosotros también estallaríamos pero en un cuarto de piedra y madera, sobre una cama cuyo perfume no olvidaré jamás, ni los cánticos que nos fueron adormeciendo mientras mirábamos el techo y hablábamos aquello que nos reservamos en la escritura de nuestras cartas.
Durante una semana recorrimos las callejas y admiramos los viejos edificios de la ciudad; sus familiares perfeccionaron mis rudimentos en la cata del vino y sus amigos me tradujeron al español las obscenidades de los campesinos catalanes y las de los mercaderes musulmanes prorrumpidas en la feria de los sábados. Luego viajamos a Barcelona donde nos alojamos en una pensión rústica y ocupamos otros tantos días en deambular y amarnos hasta la extenuación. Hasta que llegó el momento de mi regreso.
Amagué una promesa, que no era una mentira puesto que yo estaba convencido, pero Lupe apoyó el dedo sobre mi boca para que no continuara (sus ojos se parecían aún más a un lago).
—No esperaré —murmuró, con esa dignidad que yo le imaginara cuando respondió al mensaje que le escribí en nombre de Pablo— Ya esperé una vez a la persona equivocada. No sé si el azar, o qué, me devolvió a la persona correcta, a la persona que logré amar aún antes de verle los ojos, aún antes de poder escribir su nombre por miedo a que se desvaneciese. La vida es así, como el mar, te lleva y te trae cosas, y muchas veces solo te deja la espuma.
Me besó, la besé, y me dejó sólo, en el aeropuerto.

El problema no es si uno cumple las promesas o no, el problema es cuándo uno las cumple. Volví a España. Volví a Vilafranca, algunos años después. La ciudad era casi la misma, un poco más grande, un poco más moderna aunque lo disimulara, un poco más producida. Me dirigí a la plaza Jaume I, y tuve nuevamente esa experiencia de descubrimiento, en los dos sentidos, el literal y el metafórico; caminé por una estrecha y oscura callejuela, que se retuerce un tramo, amurallada por casas de dos o tres plantas y de indiscretos balcones. En la esquina todavía sobrevive una vinería a la que se accede por una pequeña puerta enmarcada en piedra y bajando unos pocos escalones, piedra y madera, como el hotel de nuestra primera noche juntos. En frente, el museo en el viejo Palacio Real. Algunos adolescentes caminaban a mi lado fumando hachís. Seguí mi derrotero hasta llegar al monumento a los castellers. Allí me quedé mirando a la gente que se movía por el lugar, con el enigma de sus vidas como otra vestimenta. Ella ya no estaba en la ciudad, nadie supo indicarme dónde encontrarla, o no quisieron. Pocas veces la ausencia se me hizo tan presente. De a poco los sonidos de la ciudad comenzaron a llegarme, el bullicio, las voces, las palabras de esa otra lengua. Lo escribió en alguna de las cartas y no volvió a repetirlo, sin embargo lo recordé en su voz; ‘Jordi, no me llames gallega, soy catalana’.

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1.4.08

¡¡ Perdí un premio !!

Por lo que se dice en el Blog Un Mundo Sin Jorge, me enteré tarde de que para ganar un concurso hay que presentar algo escrito, y terminado...
Lo interesante debe ser ganar sin hacer un carajo!

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21.3.08

Estados de Conciencia

a propósito de Jorges
“¿Desde cuándo aceptamos que nos digan qué día amar, qué día ser felices, qué día acordarnos de nuestros amigos? ¿Desde cuándo necesitamos un día específico del año para sentirnos hijos o padres? ¡Desde que el mercado, señores, el Dios Mercado, impuso su lógica, lógica de ritual, de religión! Amigos: ¡no dejemos que hasta nuestros sentimientos formen parte de un escaparate! Si no claudicamos, si no nos dejamos seriar…”
La voz de Marconi se colaba desde la galería y se iba perdiendo hacia el pasillo principal.
El hombre en el interior bajó las persianas de la ventana que daba al patio. Sin embargo, la luz del mediodía reverberaba creando una penumbra deliciosa, líneas luminosas escribían las paredes del cuarto e, invariablemente, terminaban en capullos, hojas iridiscentes. Cerró la puerta. A esa hora estaban todos en los comedores y se podía estar tranquilo, el teléfono no gritaría, su asistente, Marisa, debía estar con las enfermeras, en la cocina, seguro.
Se desparramó en el sillón detrás del escritorio y abrió el último cajón. “Ya no fumo tabaco”, repitió en voz baja, para regocijarse con su pequeña victoria, mientras liaba el porro. Encendió el aire acondicionado, no porque hiciese calor —era un día espléndido— sino para que no quedasen rastros del patchouli. “Patchouli”: en cuanto surgió la palabra, el aroma inconfundible, dulzón, se le hizo presente junto con el recuerdo de su madre, que no toleraba el perfume de los “jipis”. “Una manera de torturarla”, sonrió, con una breve culpa.
Leer Completo

Encima del escritorio esperaba el informe sobre la última experiencia con ayahuasca que había supervisado la semana anterior; “Alternativas Terapéuticas: nuevas viejas prácticas”. No estaba convencido del título, aún debería darle un par de vueltas. No es lo mismo un paper para la academia que una nota de divulgación para un diario. Y en el texto ¿no estaba dando demasiado crédito al tema de los estados de conciencia ampliada? Hay un hilo muy delgado entre ser considerado innovador o loco.
Se acordó de Sergio. Le pedía el alta, pero no estaba seguro de dársela. Los resultados fueron demasiado rápidos, quizá debiera seguir el tratamiento tradicional por más tiempo, hasta lograr un dictamen certero. Algo del recuerdo lo perturbó. Tal vez fue una alucinación, pero la voz de Sergio, cuando todos entraron en trance, le llegó directa, como si hubiese ingresado por el medio del pecho abriéndose camino hasta su cerebro, o en donde quiera que el pensamiento se forme, como si fuese su misma voz. No había sido la primera vez que se establecía esa comunión en el rito de la ayahuasca. Aunque estaba muy alerta a los efectos de la sugestión, esta vez hasta alcanzó a ver las imágenes del sueño como si fuera propio. Reconoció, en el dibujo que trajo al otro día, la mantis gigante que le había hablado a Sergio en su otro estado de conciencia. Algo era cierto, el paciente ya no padecía la claustrofobia que lo acompañara desde la infancia. Él mismo se encerraba para demostrárselo a todos. Igual, no estaba seguro, podría ser una mejoría pasajera. Por más que sus seguidores lo negaran, y él mismo, la experiencia, con fines terapéuticos, no dejaba de estar provocada por una mezcla de alcaloides, y poco se sabía de los efectos secundarios. Se dice que la alteración que provoca el rito abre un canal a un estado de conciencia ampliada. Sin embargo, él tenía otra teoría: lo que se abría no era un camino a una sensibilidad mayor, sino a estados diversos de conciencia; sostenía que nuestra percepción no permite más que la experiencia de uno de ellos, eso nos impide entender que muchos de los problemas se deben a que un lazo entre un estado y otro ha quedado fijo, y en uno de los extremos el devenir no fluye, gira en torno a sí mismo, como un loop. Las implicaciones de esta versión no eran menores: otra conciencia significa otra realidad; desde el punto de vista terapéutico, y hasta filosófico, el horizonte de investigación se ampliaba impredecible. Estos lazos suelen establecerse y fijarse en algún momento de nuestra vida, merced a algún hecho crítico que logra angostar las fronteras entre una y otra realidad y que, por supuesto, no recordamos. En el rito, la conciencia personal se hace múltiple y comunitaria, todos los participantes entran en sincronía; así pueden pasar entre las diferentes capas mientras el terapeuta asume el rol de guía para ayudar al paciente a desenredar el lazo, asumirlo, resolverlo. Podría confundirse, en el psicoanálisis, con el trauma, la diferencia es que para el psicoanálisis el trauma pertenece al pasado, aquí, en cambio, se trata de estados diferentes de uno mismo, que fluyen. Borroneó, a un costado del informe, un esquema gráfico de su teoría: dos líneas paralelas que en un momento se tocan y vuelven a abrirse, una sigue y la otra, en lugar de avanzar se vuelve sobre sí.
Le dio una calada profunda a la puntita del porro que quedaba y contuvo la respiración. Desde el patio ya no llegaban voces, la siesta se establecía como un manto invisible, el barniz del sopor comenzaba a relajarlo, sentía un ardor en la punta de los dedos, era una sensación confusa; no alcanzaba a ser un dolor, se acercaba más al hormigueo, como si se le estuviesen durmiendo y las uñas se le desprendiesen. Al costado del informe había un aparato análogo a uno de esos reproductores de música portátil, un poco más grande, con un cable que terminaba en un casco con electrodos. Lo tomó entre sus manos, lo dio vuelta, luego abrió la carpeta con las especificaciones técnicas y una descripción de las pruebas realizadas con los pacientes elegidos. En un sobre anexo a la carátula había un chip de memoria y un breve listado; el número uno correspondía a Daniel Marconi, el dos a Carlos Ferreti y el tres a Jorge Barrantes. “No se privaron de nada”, pensó, en especial cuando leyó el nombre del último, el caso más complicado de la clínica.“No sé cómo me atreví a autorizar las pruebas sobre él”.
Los dos primeros no presentaban muchos problemas; Marconi tenía la fantasía del político, arengaba todo el tiempo; Ferreti hasta era divertido, vivía una fiesta permanente; Barrantes… no, con Jorge la cosa era distinta, las pesadillas lo perseguían hasta en la vigilia. Vivía aterrorizado, había que estar siempre alerta con él, la vez que las enfermeras se descuidaron hubo que buscarlo por toda la clínica hasta que lo encontraron en uno de los baños, arrinconado, con una crisis, gimiendo como un perro apaleado, tenía marcas y lastimaduras en brazos y piernas, como si se las hubiese autoinfligido, y las encías le sangraban. “Generalmente, este tipo de casos agudos provoca alguna tendencia suicida; para escapar del dolor que parecía estar atormentándolo en todo momento, Barrantes podría intentar darse muerte, pero creo que no está en condiciones de montar una idea tan compleja. Igualmente, lo controlamos durante bastante tiempo hasta estar seguros.”, les había explicado a los investigadores cuando le pidieron la autorización para la prueba de campo.
En realidad no se conocía su nombre verdadero, era un indocumentado. Lo habían traído años atrás, derivado desde otra clínica. Una de las practicantes, Georgina, se había encariñado; alguna vez tuvo un primo unos años mayor que ella, nunca supo qué fue de él, desapareció de un día para el otro, así que, en honor al inquietante parecido físico, le dio el nombre y el apellido de su primo.

Dudó en colocarse el casco. Si bien una de sus funciones en la institución era evaluar las nuevas propuestas de tratamiento, algunas, como en este caso, le exigían demasiado. ¿Si fuese peligroso? ¿Si fuese otra estafa?
La teoría no era mucho más absurda que la que sostenía las experiencias con la ayahuasca, pero reconoció que haciendo siempre lo mismo no se podía pretender resultados diferentes. Llevó el casco a la cabeza. Antes de introducirlo recordó que había visto una buena película en donde utilizaban un aparato similar, la actriz era preciosa .
Presionó el casco sobre su cabeza, introdujo la memoria en la ranura y puso en funcionamiento la máquina. Acomodó el cuerpo al sillón y se inclinó hacia atrás, estirándose. No pasó nada, salvo que por un segundo la habitación se cerró en un fundido en negro. Después, todo estaba allí. Sintió deseos de levantarse. Fue hasta la puerta y la abrió.
Dio un paso hacia fuera. Un centenar de personas lo miraban desde abajo, estaba subido a alguna tarima. La gente llevaba carteles y agitaba banderas, se escuchó hablarles, gritarles que él no era uno más, no era un político más, que confiaran, que no había llegado hasta allí para mentirles. El cielo estaba encapotado y amenazaba con caerse a pedazos. Un pequeño tumulto debajo desvió su mirada y se calló, algunas personas forcejeaban entre sí “¡Hey! —gritó de pronto —¿Acaso vamos a pelearnos entre nosotros? ¿Acaso nunca nos dedicaremos a hacer lo que hay que hacer en este país? ¿Vamos a vivir permanentemente en un presente pequeño y absurdo? ¿Nunca nos animaremos? ¿Vamos a seguir hablando de activar fábricas que al otro día se cierran sin atrevernos a fabricar un auténtico futuro? ¡Señores, somos unos cobardes, unos reverendos cobardes, nuestros hijos se mueren y nuestros abuelos también, pero seguimos tras esos fantoches inútiles como si fuésemos idólatras ciegos! ¡Si! ¡Ustedes! ¡Ustedes a los que los oídos les sangran cada vez que algunos de los pocos que nos atrevemos les gritamos la verdad!”. Debajo, el tumulto se fue transformando en una batalla. “¡Idiotas! —volvió a gritar, ya enfurecido —¿A qué han venido? ¿A qué he venido? No vine a esto, vine para que nos ayudemos…” Alguien le arrojó una piedra y le dio justo entre los ojos, alcanzó a escuchar el estallido de su cráneo antes de que la lluvia se derramase sobre la plaza y el día, o él, oscureciera vertiginosamente.

Ahora está en medio de una pista de baile. Hay luces de colores y mucho humo. Busca en derredor la banda de música, se da cuenta de que el sonido llega desde unas columnas blancas distribuidas por todo el salón, las luces de los flashes lo encandilan. Ya no está quieto, alguien lo arrastra, una mujer grande, con el rostro cargado de maquillaje donde las gotas de sudor pugnan por encontrar un lugar donde aflorar como un geiser. Es su madre, que ríe, ríe borracha. Lleva puesto un sombrero ridículo con un cuchillo de goma que lo cruza como si atravesara la cabeza, los labios pintados son una herida roja, desmesurada. Serpentinas y papeles caen creando un caos de colores y luces. Su padre —quien pareciera haber olvidado el permanente enojo con su esposa— se lleva la compañera de baile. Sabe que es feliz, aún aturdido es feliz, feliz porque esa mujer vestida toda de blanco, atrapada entre la multitud de coloridos danzantes desfigurados por la agitación y los apósitos plásticos, le sonríe. Sus ojos tienen un lazo con los de él, nada podría romperlo, es como un elástico invisible que los mantiene unidos dentro del caos de la fiesta. De pronto lo circundan aquellos que sabe son sus amigos de siempre, hacen una ronda, le gritan, se le acercan, lo empujan, retroceden. Clarisa entra en el círculo y sus amigas se suman a la ronda, la música compite con el griterío. Está radiante con su traje de novia, las mejillas sonrosadas y el peinado que comienza a soltarle algunos rulos. La abraza y la besa, vuelve a besarla mientras el círculo se cierra y se abre y él hunde la mano derecha entre el cabello y palpa la tibieza casi afiebrada de la nuca de su amada. Siente que lo toman de los brazos y lo llevan al medio, lo levantan en vilo y comienzan a balancearlo. Alcanza a ver los ojos de Clarisa, que siguen unidos a los de él, mientras lo lanzan hacia el techo de reflejos, arriba, abajo, arriba, abajo, cae acolchado sobre los brazos de sus amigos, arriba, abajo, de nuevo, allí va, más alto aún, se le hace un vacío en el estómago, se acuerda de la vez que subió a la montaña rusa y vomitó, esta vez tardó más en caer “¡Más alto, más alto!”, oye que gritan todos; arriba, abajo, arriba, abajo, balanceo y el techo se cae sobre él, el techo de colores rápidos y calientes, el techo estrellado, que ahora se aleja rápidamente, y el elástico invisible se estira al límite, y se corta.

Siente que lo toman de los brazos y lo llevan al medio, lo levantan en vilo y comienzan a balancearlo, lo arrojan y cae pesadamente, con un ruido sordo, amortiguado. Le duelen las muñecas que lleva atadas con algo que le lacera la piel. Está ciego, o mejor dicho, está oscuro, y tiene la cabeza cubierta con una capucha de tela áspera, mojada. Aquello blando sobre lo que cayó es otra persona, que no se quejó: está dormida o muerta. No, muerta no, su cuerpo emana cierta tibieza. Con las manos juntas palpa el piso, la superficie es rugosa, de piedra, o de adoquines. Ahora recuerda algo, borroso, estaba cruzando la calle Entre Ríos cuando se lo llevaron. El olor de la habitación es nauseabundo, los sentidos se van poniendo en funcionamiento de a poco, de a uno por vez, el tacto, el olfato, en la boca tiene un gusto entre amargo y salobre, aunque por ahí parece dulce; le arde la lengua, se la ha mordido innumerables veces. Ensaya una palabra, para saber si es su lengua, si aún la tiene, o es meramente una sensación refleja, como cuando a uno le cortan un brazo y sin embargo sigue percibiendo un ardor en la punta de los dedos. Le sale un sonido gutural, pero es por la hinchazón, no porque le falte la lengua, de eso está seguro. Se tranquiliza. En ese lugar que está hay otros; se oyen las respiraciones esforzadas. “Es sábado o domingo”, se dice, y recuerda por qué lo dice: “El jardín de infantes. No se escuchan las risas de los chicos de la escuela de al lado, y tampoco los gritos de los otros que están en los cuartos contiguos, hoy no se trabaja. Es domingo. ¿Los chicos escucharán nuestros gritos como yo escucho los de ellos?”. Se arrastra mientras va palpando el piso y las paredes. Topa con un cuerpo frío, es uno que está muerto. ¿Quién será, el Poliya? “¡Poliya! ¡Poliya!”, susurra.
Despierta. Le cuesta respirar, la capucha de arpillera —está seguro de que es de arpillera— se le ha secado contra el rostro. Le duele todo, la boca está tan inflamada que parece que estuviera masticando una pelota de tenis. Hoy es otro día, lo sabe porque escucha los ruidos, huele el aroma del mate cocido, imagina un sol tibio que le calienta las pelotas mientras se adormece tirado en la hierba, en una plaza, en un pueblo que no reconoce. Siente que lo toman de los brazos y lo llevan. ¿Dónde? Lo arrastran, las rodillas golpean el piso; cree que por un largo pasillo.
“¡Buen día! —le saluda una voz aflautada que finge ser de mujer— ¿cómo estamos hoy? ¿Mejor? La verdad es que el pichón de abogado está haciendo quedar bien a su tío… Bueno, es un decir, porque, por lo visto, a Barrantes, lo cagaste lindo… Te salvó cuando te estábamos por dar la cana en La Plata, te sacó del país, y el pelotudo del sobrinito, ¿qué hace? Vuelve a aparecer… ¿Qué carajos hacías en Rosario, me querés decir? Tu tío es de los nuestros, ¿sabés? Es un hombre que debe cuidar su prestigio, un hombre de bien… Está aquí, ahora.”. Otra voz, impostada también, asume el rol del tío, lo saluda y le anuncia el menú del día: “Sobrino, hoy el chef nos ha preparado una interesante versión de submarino seco”. Le parece que en la habitación hay por lo menos dos personas más. Le meten una bolsa de plástico sobre la de arpillera, la respiración se le dificulta, el aire entra por debajo, por el cuello, su propia respiración comienza a condensarse, el calor le hacer arder las lastimaduras de la cara. Vuelve a escuchar las mismas preguntas: “¿Su nombre de guerra es el boga? ¿Qué relación tenía con los carpinteros con los que compartía la habitación en La Plata? ¿Por qué volvió del Uruguay? ¿Cuál era su misión en Rosario? ¿Quiénes son sus contactos allí? ¿Conoce a alguien llamado el ingeniero? ¿Su contacto en Venado Tuerto?”. Le cierran la bolsa para que no pueda respirar. La abren cuando la desesperación hace que vuelvan a sangrarle las muñecas atadas con cable. Esto lo repiten varias veces, pierde la cuenta de cuántas. Cuando ya no resiste, le sacan la camisa, lo auscultan, le toman la presión, luego le bajan los pantalones y le tiran agua fría. “Terminó por hoy”, piensa, pero no. “Vamos a ver cómo anda Jorgito para el postre”, escucha de aquel que fingió ser su tío, mientras palpa sus testículos. “A mi, los huevos, me gustan fritos, ¿y a vos?”, dice, riéndose. Lo sientan y le atan los pies a las patas de la silla, desanudan las muñecas y las vuelven a atar, esta vez a su espalda, fijas al respaldo. Hacen las preguntas de rigor y como no contesta, le meten la bolsa nuevamente en la cabeza y la cierran. Cuando ya no soporta más siente la descarga en los genitales. El cuerpo se le contrae, se retuerce, los pulmones y la cabeza le van a explotar, eso siente, si puede realmente discernirlo así. Una vez, dos, hasta que el cielo se llena de estrellas y ya no escucha gritos, ni niños jugando, ni voces impostadas, y se duerme, pero con la terrible certeza de que volverá a despertarse en el infierno.
Cuando lo hace, aún está atado. Entre todos los dolores, sobresale el del cuello, como si la cabeza, de un latigazo, hubiese estirado la columna. No escucha ruidos, debe ser de noche, ya no siente la lengua, pero alcanza a percibir la viscosidad de esa masa que se le desliza por la barbilla y alimenta el caudal del arroyo que baja por la parte externa de la garganta. Sin embargo, en la habitación, aún hay otra persona, cerca de él, puede oír su leve respiración y hasta, le parece, percibe el ardor de su mirada. Trata de enderezar la cabeza. Una voz firme y seca le dice: “Cuando cruzaste te advertí que no volvieras al país”. Reconoce, esta vez sí, con espanto, la voz de su tío.
No supo si fue el frío o el ardor de la quemadura en la punta de los dedos lo que lo despertó. La habitación estaba helada, ya debían ser como las tres de la tarde. Apagó el aire acondicionado, limpió los restos de cenizas y abrió la ventana. Sonó el interno; Marisa le preguntaba si le pasaba la llamada de un tal Aguirre, de un diario de la provincia de Santa Fe. “Pásemelo, y traiga un café doble”.
Mientras acomodaba los papeles del escritorio, con el teléfono atrapado entre oído y hombro, corroboró que en el aire no quedara ningún vestigio. Sintió un malestar en el estómago; la angustia suele expresarse físicamente.

JA 2007 (versión corregida por Verónica Spoturno)

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16.3.08

Matemos a Jorge

Quizá los Jorges se terminen, como todo el mundo, muriendo solos.
Quizá entre un Jorge y otro, el abanico de posibilidades no deje de tener un lazo, un nexo que los vincule. Tal vez el blog de referencia sea un intento de documentar la sospecha de que somos apenas nodos de una maraña (red) universal.
No sé si un Guinzburg debiera compartir un espacio con Videla, de hecho la Argentina fue un espacio en el que convivieron ¿fueron iguales? ¿fueron tan diversos? la sola nominación, el homónimo no basta, pero, como diría Borges (otro Jorge) todo es posible en la vida, hasta la existencia de Dios. 'Matemos a Jorge' es un interesante espacio en el que se plantean interrogantes que van de uno a otro Jorge. La verdad no es necesaria, solo la especulación; su búsqueda.

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9.3.08

Abelardo Castillo y sus cuestiones de estilo

Leo a Abelardo Castillo, y aún para expresar sus posiciones ante temas tan lustrados de la teoría escrituraria, no puede escaparse a la maquinaria ficcional. "Por el sendero venía avanzando un viejecillo..." ¿es una nota biográfica, o una breve fábula para poner de manifiesto una opinión? No importa mucho ¿verdad?
El texto, en Lecturas y Miradas

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Novelas / Fragmentos

Mi dificultad para escribir novelas. Acabo de descubrir que sueño novelas enteras. Me desperté sabiéndolo, con toda la conciencia de una trama completa y equilibrada. La fugacidad es atroz. Me permitió asociar las otras veces que me desperté así y el viento del día se llevó el sueño, la novela, a otra parte. Ahora, con ese ojo alerta, reviso lo que he escrito y compruebo que son fragmentos aislados de esas novelas.

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9.2.08

TRAZAS 14

Son los violines
Que no entran en escena

Son los soles solitarios
Los ojos de dios

Un solo deseo
Que hace mella
En los hombros de la maravilla

Piel, pista de las yemas
De papilas enloquecidas
Del ardor

Señuelos como cuadros decantados
Como osamentas vestidas

Recuerdos de una conferencia
Donde llover está desfigurado

Hablan los sueños
Atados a una interpretación
Morir de pie

El desencanto
Hace melodía
En tu boca precavidamente roja

El diablo no respeta
Aberturas
Imagina deslices

Yo duermo arrollado
Cruzado
Y brindado

Las llagas de la escena
Sin violines
Sin miradas

Son rápidos como la obviedad
Son lucidos
Y desencajados

Frágiles famas
Incendian las pasarelas
Tu belleza mata

Tu belleza muere
Muere en mí
Adormecido y esbelto

Flaco como una guirnalda
Atornillado al color

Los francos batientes
Del alma
Que no descansa en un tango

Llueve.

Llueve desprolijamente
Con ritmo nostálgico
La música calla

Versos entreverados
Adeudados al poeta
Somnoliento y furtivo

Endemoniado mojón
Un espacio es nada
Como el mundo

Somos apenas una nube
Que descansa
Sobre otra nube

Que se vacía.
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24.1.08

BOLETOS PASES Y ABONOS

Otra vez. Esa manía de marcar las páginas del libro que leo con pasajes; boletos; entradas a espectáculos…
Como en el caso de Ada or ardor, abrí un libro de Francisco Madariaga, “el tren casi fluvial”, y cayeron dos entradas para el cine El Cairo, fechadas el 29 de mayo de 1991…
¡Dos entradas! Si hubiese sido una solamente, creo que lo hubiese tomado a la ligera, como otra de las tantas cosas que caen cada vez que abro un libro, pero dos… ¡cuántas preguntas a mi paupérrima memoria! Lo inquietante es que fui con otra persona, y que la entrada probablemente la haya abonado yo, que no tengo por costumbre pagarle a hombres. Por el contrario, en general me gusta asistir solo, salvo que me acompañe alguna mujer, y no cualquier mujer.
Le doy vueltas, pero no recuerdo quién. Si al menos recordase la película, sería más fácil. Busco en la Web alguna referencia a la programación del cine en esa fecha, alguna reseña histórica, y me encuentro con los avatares de la lucha, durante el pasado año, para que El Cairo no cierre. Por el momento, se salvó del triste destino de la arenga religiosa o de las estanterías de un supermercado.
Por otro lado me sorprende el tiempo que hace que no releo a Madariaga. A su muerte, Floriano Martins, desde Brasil, se preguntaba cuántos brasileños conocían a este poeta argentino, yo me preguntaría cuántos argentinos lo conocían.
Tuve que transitar el litoral, en especial Corrientes, para asociar el frenesí de mis años de descubrimiento del Surrealismo, con el paisaje, y maravillarme con la perfecta fusión de la poética de Madariaga.
Tengo un recuerdo, pero no puedo precisar la fecha. Ocurre en el salón de actos de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, colmado por estudiantes y adictos a la Poesía. Uno de los expositores fue Francisco, quien subió totalmente borracho y en el transcurso de su declamación, poseído, golpeó el micrófono y tumbó la jarra de agua sobre los otros lectores desbaratando el acartonamiento del evento. Después bajó y se sentó entre el público, mayoritariamente femenino. Algunas de mis compañeras de estudios, futuras atildadas e insufribles maestras de lengua que asistían porque, con seguridad, la jornada sumaba a su currículo, fueron las destinatarias de sus abiertos elogios a la belleza. De pronto, un murmullo generalizado y las que lo rodeaban comenzaron a levantarse, en medio de exclamaciones y risas histéricas, y lo fueron dejando sentado solo. Ahí estaba, Francisco Madariaga, en uno de sus últimos atentados poéticos, risueño, entre los sonoros pedos que, deliberadamente, dejó escapar. No recuerdo nada más, con lo cual, deduzco, debe haber sido lo único interesante de esos días.

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18.1.08

Soy Multitud

Me pierdo de vista en el gentío que soy.
(6/1/2008- La Cumbrecita)

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8.1.08

TRES AL HILO

Omar no había cambiado mucho desde la última vez que lo vi, hace un par de años. Me refiero a que no había cambiado físicamente. Nos sentamos bajo una sombrilla en un bar de la peatonal. Un primer intercambio de textos, algunos propios, otros de conocidos o viejos amigos. El silencio que se desliza con el paso de alguna mujer, de esas que provocan suicidios al mediodía; descubrir que no hemos cambiado, después de todo.
—La belleza— disparo —la belleza no tiene límites, en especial la belleza femenina.

Un simple dardo tirado en medio de un burbujear de cerveza helada, tan efímera como la belleza a la que uno se refirió genéricamente.
Y seguimos, hasta desbordar.
(...)

—Mirá Jorge, si se te sigue poniendo dura, eso es lo importante, quiere decir que algo todavía funciona, que tu pareja te sigue calentando.
—Pero ahora existe el viagra, lo que haría que siempre funcione ese “algo” que te calienta ¿no es un error?
—No. No, pará loco. Hablamos de que se te pone dura sin pastillitas, a lo sumo un poco de whisky como vasodilatador, nada más.
—Yo no uso…
—Tampoco yo, y eso que no soy un pendejo. Pero ¿viste cuál es el promedio de edad de los consumidores de viagra?
—No, desconozco el promedio, pero imagino que no debe ser tan alto…
—…treinta pirulos. Ese es el promedio de consumidores.
—Otro fenómeno del porno enlatado y accesible
—…
— La estética del cine porno es la que se impone: sexo atlético; horas y horas dándole rosca sin que se te baje; poses para la cámara, aunque sea la webcam. Ilusos, no tienen en cuenta que las películas se editan, que un polvo de esos extra largos se arma en varias sesiones…
— ¡Se afeitan, boludo! ¡Se depilan! los hombres no tienen más pelos. ¡Hasta los pendejos se arrancan para que la pija parezca más larga! ¡La cantidad nos avasalla en todos los sentidos!
—Agregale el desordenado deseo de exhibirse y ya tenés el cuadro completo...
—En cambio yo comencé a valorar otros aspectos del sexo. Cojer, coje cualquiera. Pero hay otras cosas que van quedando afuera y uno quiere recuperarlas porque sabe que las ha perdido. No hablo de batallas perdidas sino de caricias ganadas, de ese deseo de quedarte, aunque hayas terminado, aunque sea un polvo ocasional ¿será que uno está viejo?
—No sé, pero es un problema. Me siguen gustando las mujeres que me gustaban a los veinte. Digo: me siguen gustando las mujeres de la edad que me gustaban a los veinte. Pero es jodido, por esto de la estética del porno, como hablábamos…
—Bueno, no pasa solo con las pendejas. A veces me encuentro con alguna, de más de cuarenta, que quiere otro, y otro, y “esperá, aguantá un poco más, no acabés todavía”, y vos que venís enardecido dale que te dale desde hace veinte minutos. No, pará, loca, no estoy para eso. Es fácil, poné unos mangos, y llevate a la cama un pendejo maratonista. Yo estoy para otra cosa…
—Cantidad…
—Sabes, Jorge, últimamente mi relación con las mujeres, es diferente. Cambié. Luego de que se rompiera con A., y mi vida, toda mi vida, comenzara a transcurrir en la calle, incluso la relación con mis hijos, porque no tengo un lugar propio ¿sabés lo que significa no tener un lugar tuyo y que tu vida pase por los bares, las librerías o los cines? Ahora, simplemente me dejo querer. La relación dura mientras alguien me quiere, y yo me dejo querer. Y si se termina, se terminó y listo, me voy, hasta que alguna otra mujer me quiera, y yo tenga ganas de dejarme querer, sin apuros, sin alardes, sin records…

El mediodía se desplomaba sobre las baldosas y el aire caliente comenzaba a recordarnos qué tan cerca estábamos del infierno. Una de las últimas muchachas, quizá empleada de una de las tantas tiendas del centro, corría hacia el último colectivo dejando a su paso una fragancia de jazmines. Era hora de meternos en algún rincón con aire acondicionado si queríamos seguir hablando, mientras esperábamos el 2008.

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26.12.07

Y YO


Y yo, que florecía en la pendiente de tu espalda mientras la sangre del mordico escribía una ráfaga del deseo calcinado, olía tus ojos que doblaban el espejo y la nada era una ilusión. Contraste áspero de tu gesto entre dolor y placer. El amor se repite en su originalidad. El horror se hastía, se sacia en esa mordedura que arranca flemas aún calientes. Te diste vuelta con la furia de una gata y nos doblegamos hasta que ya no fuimos más que una envoltura de piel conteniendo un volcán. Después, mientras lamía tus pezones ardidos por el solo placer de la gula y nos hundíamos en el sopor, la ventana dejó que entrara la brisa, y con ella nos fuimos a recorrer otros cuerpos.

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19.12.07

TRANSICIÓN

Qué habré dejado caer cuando me sumergí en el día. qué parte de la noche se aplastó contra las hilachas de la madrugada. qué mordedura habré conjurado en la entrevela, en el soplo de la brisa que traicionó el encanto. qué barreras se habrán alzado y qué guardias quedaron colgadas o enganchadas como una molestia en el cepillo de dientes. qué sobredosis de restos diurnos se lavó con la ducha que me trajo desde el otro mundo.

La calle dormía otro sueño, y otro despertar la hollaba, las baldosas escupían su sopor de tormenta mientras un afiche me golpeaba el esternón con un recuerdo intangible. un nombre o el reverso malicioso de un nombre que atropellaba la razón. me dejaba llevar atado por un fino hilo que se quebraría cuando subiese al ascensor y el aroma del café oficinista me abofeteara.

Los papeles rancios, la alfombra rancia, el aire cuajado del encierro. abro la ventana, los pájaros son astillas de un barco fantasma que se hunde con el sol del levante. las sombras dibujan algunos edificios, el sillón espera la ejecución diaria. culpable. culpable de haber abandonado todo. todo aquello que amortajaba el sueño.

Soy tantos que me imagino como una nebulosa.

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16.12.07

OTRO DOMINGO

En un puño aquello que desparramo sobre la mesa. Los pedazos de una vida, pedazos para sumar o restar. Otro domingo, como tantos, con la tentación de ser ese poeta de los días muertos, los días del oprobio. Restos, restos vivos que laten sobre la mesa cada breve e insignificante historia ¿borrarlos? ¿quemarlos en el olvido?, esa excusa perfecta para delimitar un presente permanente. No me parece.
En el puño, una flor se abre como un calidoscopio, y se mueve, y hace al mundo que me rodea, modifica el pasado como en una tirada de dados, le da sentido al futuro. Si hay algo de lo que vale la pena olvidarse, algunas veces, es del presente.

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29.11.07

Budgie: se permite el oxímoron Mítica y Anónima

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25.11.07

DETRAS DEL MOSTRADOR

No puedes envolverte en el tejido ambiguo de las palabras sin supurar sentidos concretos y demorarte compungida en versos de almacén. Mirarás por la ventana torpe de la cocina y el humo de la esquina la mesa que arde en la esquina rosada del café donde el tabaco aúlla de dolor ante la brasa devoradora como el mirar de un ciego. Buscarás oculta en tu gratitud y tu olor a frito, en ese rito de estar detrás de las mesas como un ocaso, el sol intuido pero borrado. El humo elevará una historia y la llevará a morir contra el cielorraso del bar, contra el techo tan igual a la última vez, la última vez que disfrazada de lo que eres enjuagaste tu sexo pletórico de jugos en la cara del hombre que piensa, no no piensa, tal vez recuerde, tal ver muerda la cuerda silenciosa de la pérdida, de la ausencia y quisieras correr y sentarte frente a él que fuma, que quema su tiempo y gritarle que allí estás con tu olor a pescado frito, dispuesta a la ceremonia eterna de olvidarlo cuando dé la vuelta, cuando la ceniza haya exterminado hasta la idea de la existencia, cuando el humo y el perfume rancio de tu cuerpo y el agua de la acción o la fragancia francesa de él que sueña que muere cada cinco minutos que desbroza no la margarita sino la vida que se le va en la imagen de la sangre, de la sangre que dibuja los mismos dibujos del humo pero en la tersa piel de la locura y se pierde en las canaletas oscuras cuya interfase son los inodoros de los hoteles baratos, cercanos a las fondas, a los bares donde el solitario se siente más solo y asume el castigo e intensifica un desvarío, una desidia. La sangre y el humo copian tu mirada, y el hombre copia el destino curvilíneo y azaroso de reloj de arena de la vida en un papel. El hombre imita la sangre y el humo con su estilográfica. La tevé despierta una canción y vos desde el rincón más rincón que el de la esquina en el extremo del bar pensás que tendrías que haber sido cantante pero ya nadie canta en los bares sin karaoke, que tendrías que haber sido cantante y compositora, para tejer con la sangre de la estilográfica que humea ahora rastros en manos de ese hombre, para enhebrar el olvido en un blues, el blues del escritor solitario, del escritor fracasado, del escritor que fumando espera en la esquina rosada como una figura de cera que te meterías en la boca hasta que en la garganta se ablande, hasta que chorree, hasta que la cera tenga el sabor del semen y tape todos tus otros olores, los olores de la vida, de tu vida detrás de un mostrador, o un poco más lejos, en la cocina, mirando al hombre para el que te disfrazaste de lo que sos, a través de un hueco rectangular, como un gran televisor, un espantoso televisor.

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Ay en Uruguay

"Tras la decisión de ayer de cerrar el puente artigas, que une Colón con Paysandú, el gobierno uruguayo repitió la medida este mediodía en el paso que une Concordia con Salto Grande, el único de los tres accesos terrestres que permanecía abierto. Así, frustró la iniciativa de los asambleístas de Gualeguaychú, que intentaban cruzar al vecino país para pasar el día en el balneario Las Cañas de Fray Bentos, cercano a Botnia."
Me pregunto: la farándula, tan plegada a causas populares, adhesión sospechosamente demagógica, esta cruzada ¿no la juegan?. En lugar de veranear y exhibirse en Punta, este año, ¿no cambiarán la sal del mar y la pasarela de arena por el aroma pegajoso del río Uruguay? De políticos y grandes empresarios, ni hablar... ¿o sí?

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21.11.07

Cuento con fantasmas

Envueltos
en sábanas
los fantasmas se abrigaban
del mundo
y por la mirilla
nos espiaban.

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12.11.07

Un domingo con noticias secretas

Yo miraba hacia el cielo, y la vida caía de un modo extraño. No sé cuántas veces me repetí que la vida te da sorpresas, y no es mentira. Yo miraba el cielo, que a veces se engrisa y otras ilumina; un barrilete se descolgó de su límite y el viento se lo llevó lejos, un hilo invisible rompía la rigidez de la tensión: habrá lágrimas en algún lugar, me dije, y alegrías. El domingo se desplomaba sobre mi transitoria soledad, seguí camino…, sin dejar de sonreír.

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7.11.07

TRAZAS 13

Qué difícil amague
en la ropa de otro
al que nada le atañe

Casi meditabundo
de graffitis ahorrados
la pared blanca tienta como la hoja

Pero por los poros
de noche urbana
anda y desanda hastíos

Con puñales en los ojos
abro la espesura del río verde

El sillón se desploma
bajo la turbia mirada
los vahos desalientan

Como perros
muerden el aire diáfano
los colibríes

Nadie cuenta nada
nadie amaga
derrumbar todo, de una buena vez

Las bicicletas
suman una estampa
al dibujo caprichoso del camino

La boca como catarata
te espera en la sombra del monte
mi boca

Pero cada poro
escalda un ahorro de pasión

No pasaré por ese ojo de aguja
no pasaré sin antes demorarme
en los deslices de tu falda

La grieta en el cielo
es un rastro, una huella
los días mueren de a pedazos.

No intentaré atraerte
a este cadalso de palabras
ellas solas escapan.

Navegar por el río inflamado
con los ojos cerrados
y los brazos abiertos

La tempestad me deja en la orilla
los sueños abren un juego diabólico
ya no estás.

No hay tango que silbar
ni milonga que bailar
el silencio es como la siesta

No hay tango que silbar
no hay eco donde volcarse
de un manotazo borramos la estirpe

Menos mal que los desahogos
terminan con la mañana
con la lentitud de la mañana

Por repetir una imagen
el espejo se quebró
mil realidades fragmentadas

Es cierto que los perros
no se parecen a los colibríes
menos cuando muerden

A orillas de la ruta
los párpados descansan
el disturbio del mundo tal cual es.

Es cierto que no se repiten
los abrazos los besos los amores
Quizá sea cierto.

La pelusa del damasco
se lleva en el tacto
toda la vida

La esfinge
ya no pregunta.

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TRAZAS 13


Qué difícil amague
en la ropa de otro
al que nada le atañe

Casi meditabundo
de graffitis ahorrados
la pared blanca tienta como la hoja

Pero por los poros
de noche urbana
anda y desanda hastíos

Con puñales en los ojos
abro la espesura del río verde

El sillón se desploma
bajo la turbia mirada
los vahos desalientan

Como perros
muerden el aire diáfano
los colibríes

Nadie cuenta nada
nadie amaga
derrumbar todo, de una buena vez

Las bicicletas
suman una estampa
al dibujo caprichoso del camino

La boca como catarata
te espera en la sombra del monte
mi boca

Pero cada poro
escalda un ahorro de pasión

No pasaré por ese ojo de aguja
no pasaré sin antes demorarme
en los deslices de tu falda

La grieta en el cielo
es un rastro, una huella
los días mueren de a pedazos.

No intentaré atraerte
a este cadalso de palabras
ellas solas escapan.

Navegar por el río inflamado
con los ojos cerrados
y los brazos abiertos

La tempestad me deja en la orilla
los sueños abren un juego diabólico
ya no estás.

No hay tango que silbar
ni milonga que bailar
el silencio es como la siesta

No hay tango que silbar
no hay eco donde volcarse
de un manotazo borramos la estirpe

Menos mal que los desahogos
terminan con la mañana
con la lentitud de la mañana

Por repetir una imagen
el espejo se quebró
mil realidades fragmentadas

Es cierto que los perros
no se parecen a los colibríes
menos cuando muerden

A orillas de la ruta
los párpados descansan
el disturbio del mundo tal cual es.

Es cierto que no se repiten
los abrazos los besos los amores
Quizá sea cierto.

La pelusa del damasco
se lleva en el tacto
toda la vida

La esfinge
ya no pregunta.

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31.10.07

UN DERROTERO POSIBLE

(estoy revisitando viejos textos) (25/09/05)

Ya estoy lejos de aquél que ensayara poses extravagantes para llamar la atención de los demás. (Acabo de pisar una hormiga que se paseaba por el living).
Como Marco S. Fogg, en El Palacio de la Luna, no solo dejé de citar oscuros poetas del siglo XVI, o de mechar mis escritos con citas en latín, decanté paulatinamente toda mi erudición universitaria y alternativa hasta quedarme solo con la arena.

He abandonado mi aspecto estrafalario, los años me ayudaron un poco; por más que quisiese cambiar el color de mi pelo no podría hacerlo. Hoy mi aspecto no arrojaría sospechas; ni gris ni extrovertido delirante, apenas un ciudadano más, con un nivel socioeconómico relativo (relativo a qué) que se desplaza por la ciudad como cualquier otro ciudadano (el gato se cayó a la planta baja cuando abrí el postigo de la ventana del alféizar en el que tomaba sol. Rebotó en la cornisa y cayó golpeando la nariz ruidosamente contra el suelo. Sangra, está como atontado, y me apena su repentina fragilidad felina. No me mira; creo que está avergonzado).

Dejé pasar un tiempo prudencial que me permitiera desaprender aquello que me ensoberbecía. Desaprender en profundidad, hasta sentirme sin derecho a opinar. Sin derecho a la expresión.

Ahora construyo casas. Me gusta construir casas. Y las casas que construyo tienen un aire minimalista, aunque alguna irrupción clásica desacredita ese estilo. Las casas que me gusta construir son de líneas y volúmenes simples, abiertas a la luz. Por ejemplo, en estos días estoy terminando una que habito: los espacios dedicados al living, al comedor diario y a la cocina son espacios amplios, francos y comunicados entre sí, no hay puertas que los separen, apenas un pasillo con un gran ventanal al jardín de invierno (de este patio interno las paredes aún están sin pintar, y no me decido por las plantas ni por la iluminación, aunque creo que el color será un naranja casi amarillo, muy luminoso) y una especie de isla separa la cocina del comedor (recién pisé una hormiga que se señoreaba por el piso del living). Sin embargo he cerrado un cuarto para la biblioteca y el escritorio, donde me hallo en estos momentos. Allí sí quiero sentirme aislado, en otro mundo, con una ventana, esta, a otros mundos.

Algo que no pude desaprender es la vanagloria cuantitativa: la biblioteca debe de tener más de 1000 libros y revistas especializadas. Muchos de esos volúmenes tienen más un valor personal que intelectual. Están aquellos de mis épocas malas, que obtenía en librerías de viejo, comprando o robándolos; una buena cantidad de libros editados por amigos de otros tiempos; los que pude comprar cuando pude, y elegí, y los que compro por curiosidad siempre y cuando no tengan un costo dispendioso. Por ejemplo, los saldos de los supermercados me han permitido, en diferido, leer por módicas sumas a todos los premios anuales de grandes editoriales, o de fundaciones prestigiosas. Salvo algún que otro caso donde la ansiedad pudo más que mi precaución y me dejé llevar por las promociones de los suplementos culturales, meras extensiones de los departamentos de marketing de las editoriales, nunca arriesgué un peso de más en títulos y autores fantasmagóricos. En definitiva, de esta práctica no me arrepiento; la gran mayoría no valía el precio de tapa al momento de su lanzamiento, en especial en cuanto a narrativa argentina se refiere.

Como decía, abandoné las lecturas de Barthes y Foucault; me borré de los círculos de autogestión de estatus intelectual, dejé que el río corriera y arrastré mis libros de mudanza en mudanza para dedicarme a construir casas.
En realidad (la hormiga no estaba definitivamente muerta y con una pata se arrastra, mi gato no debe estar tan mal porque logró interesarse en ella, aunque ahora abandona el objeto de su intriga y, de un saltito, se acomoda en el Berger blanco ubicado en el rincón de la habitación, cerca de donde estoy. La luz mortecina de la tarde lo baña de un celeste tornasolado) más que construir casas creo que soy un habitante de casas, un hombre que acomoda su vida a los espacios y a las luces de la casa hasta que le duele algún músculo, alguna articulación y decide que esa casa ya no es para él. Entre construir y habitar, la casa se modifica y el hombre también. Hay como una articulación entre el carácter, el humor y la habitabilidad que se modifica según pasa el tiempo, según cambia el contexto. Por ejemplo, he habitado casas en las que yo no tenía un gato sino un perro. Un perro que me esperaba por las noches para saltarme encima y ensuciarme la ropa de la oficina. Un perro hembra, grande, incapaz de morder a nadie, pero que lograba disimular muy bien su mansedumbre. Un perro que alguien quiso mucho y luego debió, con todo el dolor que implicó para ambos, entregarme, por motivos de mudanza. También habité una casa en la que no había ni perro ni gato, pero había cuartos para niños, y los pasillos estaban impregnados del bullicio de la siesta. Gritos, chillidos, carcajadas, riñas. Por las noches los habitantes de las risas se sentaban al costado de mi cama y, de a uno, me contaban historias que inventaban o que leían en los libros de la biblioteca del colegio, hasta que me adormecía arrullado por el coro de esas voces delgadas y cristalinas. Por las mañanas no había nadie, y mi esposa dejaba una taza para que desayune, sobre la mesa aún quedaban los restos apurados de otros desayunos, grumos de cereal diseminados sobre el mantel manchado, una regla que alguien olvidó de guardar en su mochila. La casa me acogía en soledad, entonces me sentaba el sillón que ahora ocupa el gato con mi taza de café, a pensar en ese escritor que fui.
He habitado camas del mismo modo que habito o construyo casas. Y esas camas las he habitado con mujeres que me esperaban al anochecer cuando llegaba de la oficina para saltarme encima y ensuciarme la ropa.
Hace unos años construí una gran vivienda junto a dos mujeres que eran mis amantes. En esa oportunidad tampoco teníamos un gato o un perro, pero un amigo en común había rescatado un papagayo en el noreste, en un operativo conjunto entre gendarmería y fauna sobre la ruta 11, con lo cual el pobre bicho, que era un pichón al que se le asomaban una plumas de espléndidos tonos azules amarillos y rojos, no podía ser devuelto al monte, por lo que nos lo obsequió. Criamos al pájaro como si fuera nuestro hijo imposible, un hijo de los tres. Y el animal nos retribuyó con creces nuestra dedicación. Por las tardes agitaba con la pata su lata de comida contra la jaula (abierta) reclamando un poco de coca cola. Era un maldito vicio ese, al que lo malacostumbraron sus abuelos. Insistíamos en que no había que crearles a los chicos necesidades que no tenían. Por eso nos oponíamos con furia a la obsequiosidad de los viejos que llenaban sus bolsillos de golosinas antes de venir a visitarnos. Pero es como que los abuelos tienen todo permitido.
Nos hacía gracia porque cada vez que sonaba el teléfono él comenzaba a gritar ‘¡hola! ¡hola! hable por favor! ¡Quién es carajo!’ en lo que nos parecía un eco sarcástico de nuestras propias voces.
El trajín de esos días evitaba que pudiésemos estar durante el día en la casa, con lo que el papagayo sufría horrores. Contratamos a otra mujer para que se hiciera cargo de los quehaceres domésticos y lo alimentara mientras nosotros nos ocupábamos de otros asuntos menos importantes. Mujer con la que después me fui a habitar otra casa, pero que mientras estuvimos todos juntos alimentó al animalito como si fuera un perro; ‘yo siempre crié perros’, nos dijo luego. Con la dieta exclusivamente de carne, el pájaro perdió todas sus plumas y se quedó calvo. Las madres dijeron que eso hacía más sexy al querido papagayo, algo que no me atreví a contradecir. La relación terminó porque nadie soporta la infidelidad. La rara avis vive con ellas desde hace unos cuantos años y yo me conformo con llamar por teléfono cada tanto. En una de las cajas de la mudanza quedaron sus últimas plumas, las utilizo como marcadores de páginas.

Pero ahora estoy en una etapa en la que me he liberado de todos los lastres. Estoy liviano y ágil (el gato se revuelve incómodo en el sillón). De mi vieja actividad de escritor me quedó un reflejo que se traduce en esos textos convulsivos, a veces rabiosos, donde la poesía se tensa con la prosa sin resolverse, y esos poemas que me asaltan a las 23: 42 hs, invariablemente.
Entre tanto, ocupo y construyo, casi con un dejo de timidez ya que como bien dije al principio me siento ‘sin derecho a la expresión’, esta casa, este espacio que ustedes leen, quizá.

Por supuesto, viajo por los blogs y reconozco a algunos personajes de antaño, y veo un espectro nuevo de poses, un pandemónium de extravagancias, pedestales de soberbia que comienzan a edificarse en torno a nuevas religiones y sectas infranqueables. Tanto que me dan ganas de comenzar a citar en latín.
(finalmente el gato vomitó sobre mi querido sillón, señal de que está peor de lo que imaginaba después del golpe. Una araña cruza impertérrita desde la biblioteca hacia el living).
‘Semper tenus’

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25.10.07

SOY EL ASESINO

En esta mortal melancolía bizarra que arrea el colérico sueño del verano, ya el cuchillo hendió el muérdago de felpa y como diarrea la esperma roja dejó su rastro en la rala espesura. No hay más que rastro y la duda que ahonda cualquier herida, hasta la de la purga inverosímil de unicidad. Todos podrán escarchar el lago de la opinión, la noche está perdida y las estrellas se desfiguran. Ulular, merodear la espuma de luces, la cana que rompe la magia. Sangre sangre sangre y ritmo en la traza. No indagues más el asesino soy yo que he visto subir y bajar con mortal desparpajo la hoja la sierra la dura cuchilla de la orfandad. Restregaba y arrancaba moles y lombrices espaciales eufemismos y admirativos adverbios. No insultes a mamá que duerme la nana entre algodones de clorofila. Licor de mentas que rezonga en la garganta cortada en dos. No quiero que me nombre ante la gente, no quiero que brille el pulido objeto, no quiero que nadie cree un espacio publicitario mientras las banderolas de la acusación amordazan la libre interpretación.
Qué llagada. Que vasta ambigüedad la niña y el niño, que ocultos en el desdoblamiento encontraron mi furor tanino, mi fuente de agrio desafío.
No me mires a los ojos si quieres la verdad.
La muerte que en el callejón embellece la historia. La transida calumnia que deshueva el monstruo de múltiples cabezas. El ojo que ensarta la aguja de la poesía y la proeza. La canción que arma el argumento. El despojo que ronda la ilusión del héroe.
Qué soberano desperdicio. Ni pegando papel con papel desbroza el uno a uno el principio y el fin. Porque magia del tiempo, allí estaba, allí no estaba. Y ahora recojo la visión desde la calleja solitaria. Tumulto, hormigas en melaza, tan distantes, tan devueltas a sus hoyos, tan desdentadas de motivos.
Runrún, conversación, sonrisas y estupor.Ahí, caminando en lo obscuro, con fino deslizarse, y delicado aroma de solitario sonriente, allí entre sombras que juegan a ensombrecerse, entre figuras que se devoran en otras, quizá devuelto a su plutónica licantropía, con un camino largo y brillante, pero curioso, el duende, la carga de los celos orgásmicos, el detalle de un deseo, el micro organismo de una pasión, hecha carne y a tu nombre. Sin la costilla iniciática, sin el paraíso brindado, sin sentido ni horror, afilando su segundo estupor, niña, niño o animal. Ciego y vidente a la vez. Sordo por sobre todas las cosas, duerme el durmiente, el eterno dios, que de un parpadeo nos acaba.

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22.10.07

Despiértenme!

...cuando el bajón haya pasado...

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Belleza

Sorprendido en un giro callejero, alguien me reprochó la alevosía.
-No hay modo de estar seguro si la belleza es completa hasta que uno se da vuelta -contesté.

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7.10.07

Mickey Recargado


25.9.07

ESTA RUTINA

No tengo más
que una boca que rememora
que se ahoga en la baba del recuerdo
que boquea lasa en la nada
porque otra boca se ha llevado
esta saliva
esta sal que da vueltas
y espumea en el vacío.

No tengo más
que la ansiedad
que agrieta las puertas
demuele los ascensores
quiebra el olvido

No tengo más
que el acento sobre la á
y apenas
una entrepierna herida
de soledad
de zeppeliniana soledad
maldita
como la cocina de la locura
como un blues perdido
en el desierto de la esquina
untado de orines y escupitajos
de almendras que nadie
recolectará

No tengo más
que la rutina de sentirte
perdida eternamente en la piel
lo que no es poco.

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