La más variada fauna, entre pensamiento, imagen, poesía y erotismo: ¡todo!, en definitiva.

26.1.06

MARA

Todas Ellas
Casi helaba cuando salí esa mañana.
Al llegar a la esquina puse el guiño para doblar donde siempre doblo cuando salgo de casa para ir al trabajo, pero ese alerta que llevo despierto me permitió ver, vaya uno a saber en cuantos microsegundos, la increíble muchacha que salió corriendo unos metros adelante, cruzando la calle por la que pensaba doblar, e instintiva y bruscamente enderecé el volante y seguí derecho para admirarla de cerca.
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Ella corría hacia la calle, cubierta apenas con un camisón casi transparente, y cuando me puse a su lado la cara terminó por desdibujársele, se paró en seco y comenzó a gritarme, enloquecida, mientras se tiraba de los pelos. Frené y me bajé del auto. Mientras lo hacía, descubrí el porqué de su corrida desesperada. Una miniatura de animal yacía aplastado debajo de la rueda delantera del Ford. Se abalanzó sobre el cuerpecito aún tibio y sangrante de entrañas y mientras tiraba para sacarlo aullaba en un llanto que se hundió en mi humanidad aterida. De pronto la tuve encima golpeándome con sus puños pequeños y delicados pero firmes como piedras. Traté de evitarlos tomándola por las muñecas, pero su cuerpo me empujaba y se pegaba a mí tratando de tirarme al piso hasta que, retrocediendo, tropecé con el borde de la vereda y me caí con ella encima. Por unos segundos se revolvió sobre mí blasfemando y golpeándome ciega por el dolor y las lágrimas que caían como una lluvia desordenada de invierno. El aliento fresco como una fruta recién cortada se mezclaba, en una fragancia sin igual, con la hierba mancillada y el vapor que salía de mi boca. Alcancé a retenerle nuevamente uno de los brazos y mi otra mano se deslizó para afirmarla por la cintura. Aún en la confusión percibí la delicadeza de sus redondeces y la tibieza de la piel que no había cedido al frío de la mañana. Su rostro inflamado estaba tan cerca que solté su brazo y metiendo mis manos entre sus cabellos la atraje aún más y la besé. Besé esos labios enfurecidos, besé esa sal que se mezclaba con la miel de su saliva. No sé qué pasó, todo ocurrió casi sin tiempo, pero una rigidez de piedra se apoderó de ella.
Tampoco sé si alguno de los vecinos que comenzaron a rodearnos lo percibió. Probablemente sí, porque sentí un dolor agudo en el costado derecho y enseguida la falta de aire, el pulmón muerto, incapaz de hacerse del vital aire.
Alguien la sacó de encima. Una señora mayor, quizá su madre, también en ropa de cama. La tomó entre sus brazos y comenzó a consolarla. Mientras trataba de levantarme vi los rostros acusatorios de hombres y mujeres, algunos que ya me eran familiares. Me sacudí la campera. Un tipo se me acercó y me dijo muy secamente ‘tomátelas boludo’, dándome un empujoncito.
Moví un poco el vehículo para poder sacar al perro, lo tomé entre mis manos y me volví en medio de los murmullos indignados. Se lo extendí a la muchacha como si le estuviera ofrendando un cordero a una divinidad. Balbuceé algo, lo que se me ocurrió en ese momento, para tratar de mitigar el daño, o para sobrellevar la sensación de estupidez que me sobrecogía. Ella despegó la cabeza de entre los groseros pechos de su madre y por primera vez me miró con sus ojos desmesuradamente grandes y acuosos. Casi me descompongo ante tanta belleza. La mañana, fría pero luminosa, reverberaba en sus iris de un color verde casi celeste.
-Andate!!- me escupió, mientras sacaba al animal chorreante de entre mis manos sucias.
Durante toda la mañana me acompañó ese último gesto, y el dolor punzante en el costado. Por la tarde fui al traumatólogo, tenía una costilla fisurada.

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