MARA III
Todas Ellas
–Andate!
aún repercutía en mi cabeza esa palabrita hiriente como un cuchillo. No era el dolor en el costado derecho lo más incómodo cuando por la noche llegué a mi casa.
El olor de los churrascos inundaba la atmósfera casi azulina de la cocina. Uno de los chicos se colgó del cuello cuando entré. Dejé la campera en el placard y me senté a la mesa para la cena. Liliana tenía el humor que suele tener lo días que no hace consultorio y debe quedarse en casa con sus hijos, algo que suele ocurrir unas dos veces por semana. Eso ayudó a sobrellevar la conversación, parca, esporádica. Ni se me ocurrió apagar el televisor lo que hizo que los chicos casi no atendieran más que a los dibujos animados. Terminado el ritual, me encerré en la biblioteca y me pude a ojear viejos libros de poesía.
–Andate!, era lo único que leía, lo único que escuchaba.
Intenté, como suelo hacerlo casi todas las noches desde hace años, escribir unos versos para luego destruirlos irremediablemente una vez terminados. Sin embargo esa noche me guardé un par de palabras que consideré un guiño del azar:
‘Quien te ha dejado
con esa tristeza
en su apretado cerco
es quien en el albor del miedo
y en tu certeza quebrada
aprovecha para tentar al consuelo’
Le di vueltas como siempre, para evitar el fracaso del basurero, sin embargo algo allí me llamaba y me alertaba.
Me entre dormí en el sillón luego de fumar mi cigarro, y cuando desperté solo atiné a levantarme e ir hasta la biblioteca de donde saqué un librito de poemas de Cummings. Busqué ansioso pero con seguridad entre sus páginas hasta hallar el siguiente fragmento:
... ‘¿quién te encontró en el bosque verde
y te acercó hasta aquí con tu tristeza?
mira quiero darte consuelo
porque cuánto me gusta el dulce olor que traes
voy a besarte en tu corteza fresca
y te daré un abrazo fuerte y apretado
como lo haría tu madre
pero no tengas miedo’...
–andate!– volví a oír, y nuevamente me asaltaron las aguas verdes de su mirada. Guardé el libro, estrujé el papel con el vergonzoso borrador; salí de sesión, apagué la máquina sin levantar los mensajes del correo electrónico y me fui a la cama con una costilla y el corazón fisurado.
‘Un perro le recordaría demasiado a su otro perro’. Fue el pensamiento que mastiqué antes de dormirme.
Al día siguiente, salí hacia el trabajo y pasé con el auto por delante de la casa. Las ventanas aún permanecían cerradas, el frío no aflojaba por lo que no había nadie en la calle. En ese momento se inició una llovizna tenue que alcanzaría para borrar la mancha de sangre en el pavimento. La lluviecita duró casi una semana, pero la mancha que yo tenía en el alma seguía firme.
No la volví a ver, a pesar de que todos esos días regresé deliberadamente más temprano del trabajo con la esperanza de cruzármela.
El sábado por la mañana Liliana me preguntó si yo había atropellado un perro. La miré unos segundos y afirmé apenas con un gesto.
–En la carnicería hablaban de eso– continuó– dicen que la chica, una nena casi, te golpeó, y que algunos vecinos hicieron justicia ¿es cierto?
–no sé de qué justicia hablan– dije.
–Para mí que el comentario lo hacían adrede. Se hacían los tontos, pero estoy segura de que sabían que soy tu esposa...
–Tu pareja, en todo caso...
– ¿Por eso usás la faja?
–No. Ya te dije; fue jugando al fútbol. Es un dolor muscular solamente.
–Vos no jugás al fútbol.
–Bueno, entonces pensá que me lo hice mirando cómo jugaban.
–Mara.
–¿Qué?
–Mara se llama la chica. Ayer vino al consultorio. Tiene una dentadura perfecta. Vino por una rutina. Es muy linda, aunque tiene cara de no estar bien dormida. No me animé a preguntarle..., creo que no tiene ni idea de quién soy...
–Hiciste bien.
Ese mismo día, por la tarde, cuando me dirigía a buscar una película, sin saber muy bien por qué, estacioné frente a la casa de Mara y llamé a su puerta.
Me atendió la madre, que se sobresaltó al verme.
–Qué quiere– me dijo no en tono de pregunta.
–Ver a su hija –respondí cortante. La mujer, sin decir ni mú se metió otra vez en el interior y cerró la puerta. Me quedé sin saber qué hacer, pero alcancé a percibir un rumor de diálogo antes de que la puerta se abriese nuevamente.
Mara se asomó con determinación y dio unos pasos hacia mí hasta quedar fuera del marco de la puerta. Llevaba puesto un vestido ligero con un estampado de estrellitas azul grisáceo y unas zapatillas chatas y blancas. El pelo suelto le caía sobre los hombros, con el cuello despejado y apenas adornado con una simple cadenita de plata. Me miró desde la profundidad de sus ojos inviolables.
–¿Qué puedo hacer para que me perdonés? –pregunté casi tartamudeando.
–Andate! –sentenció. Y se volvió cerrando la puerta.
Subí al auto y mientras le daba arranque volví a mirar hacia la casa. Detrás de la ventana ella me acompañó hasta que desaparecí.
El lunes, volví a la casa de Mara, pero nadie abrió la puerta.
Una semana después, bajé del auto y volví a llamar a su puerta. Esta vez fue ella quien la abrió. No permití que reaccionara: le extendí una pequeña caja de cartón y le dije que podía llamarlo Tristan, sin acento en la a, si le gustaba ese nombre. Abrió inconmensurables sus grandes lagos mansos y tomó por reflejo la caja entre sus manos, en su interior el gatito intentaba salir aferrándose con sus uñas al borde. Mara volvió a levantar la mirada con asombro.
–Es una ofrenda dije. –Y me volví sobre mis pasos. (después me diría que se quedó en la puerta con una sonrisa que no pudo deshacer en toda la semana).
Hoy Tristan salta de un sillón a otro en esta nueva casa. Mara se extiende como otro animal sobre mi costado izquierdo. En el fondo se escuchan los gritos de los vecinos y algunas bombas de estruendo; después de mucho tiempo River acaba de ganarle a Boca un súper clásico. Ella mordisquea mi oreja y como por error toca apenas el interior del pabellón con su lengua nerviosa. La miro antes de besarla y pienso en cuánto se parece ella a la sombra plástica del felino.
–Andate!, era lo único que leía, lo único que escuchaba.
Intenté, como suelo hacerlo casi todas las noches desde hace años, escribir unos versos para luego destruirlos irremediablemente una vez terminados. Sin embargo esa noche me guardé un par de palabras que consideré un guiño del azar:
‘Quien te ha dejado
con esa tristeza
en su apretado cerco
es quien en el albor del miedo
y en tu certeza quebrada
aprovecha para tentar al consuelo’
Le di vueltas como siempre, para evitar el fracaso del basurero, sin embargo algo allí me llamaba y me alertaba.
Me entre dormí en el sillón luego de fumar mi cigarro, y cuando desperté solo atiné a levantarme e ir hasta la biblioteca de donde saqué un librito de poemas de Cummings. Busqué ansioso pero con seguridad entre sus páginas hasta hallar el siguiente fragmento:
... ‘¿quién te encontró en el bosque verde
y te acercó hasta aquí con tu tristeza?
mira quiero darte consuelo
porque cuánto me gusta el dulce olor que traes
voy a besarte en tu corteza fresca
y te daré un abrazo fuerte y apretado
como lo haría tu madre
pero no tengas miedo’...
–andate!– volví a oír, y nuevamente me asaltaron las aguas verdes de su mirada. Guardé el libro, estrujé el papel con el vergonzoso borrador; salí de sesión, apagué la máquina sin levantar los mensajes del correo electrónico y me fui a la cama con una costilla y el corazón fisurado.
‘Un perro le recordaría demasiado a su otro perro’. Fue el pensamiento que mastiqué antes de dormirme.
Al día siguiente, salí hacia el trabajo y pasé con el auto por delante de la casa. Las ventanas aún permanecían cerradas, el frío no aflojaba por lo que no había nadie en la calle. En ese momento se inició una llovizna tenue que alcanzaría para borrar la mancha de sangre en el pavimento. La lluviecita duró casi una semana, pero la mancha que yo tenía en el alma seguía firme.
No la volví a ver, a pesar de que todos esos días regresé deliberadamente más temprano del trabajo con la esperanza de cruzármela.
El sábado por la mañana Liliana me preguntó si yo había atropellado un perro. La miré unos segundos y afirmé apenas con un gesto.
–En la carnicería hablaban de eso– continuó– dicen que la chica, una nena casi, te golpeó, y que algunos vecinos hicieron justicia ¿es cierto?
–no sé de qué justicia hablan– dije.
–Para mí que el comentario lo hacían adrede. Se hacían los tontos, pero estoy segura de que sabían que soy tu esposa...
–Tu pareja, en todo caso...
– ¿Por eso usás la faja?
–No. Ya te dije; fue jugando al fútbol. Es un dolor muscular solamente.
–Vos no jugás al fútbol.
–Bueno, entonces pensá que me lo hice mirando cómo jugaban.
–Mara.
–¿Qué?
–Mara se llama la chica. Ayer vino al consultorio. Tiene una dentadura perfecta. Vino por una rutina. Es muy linda, aunque tiene cara de no estar bien dormida. No me animé a preguntarle..., creo que no tiene ni idea de quién soy...
–Hiciste bien.
Ese mismo día, por la tarde, cuando me dirigía a buscar una película, sin saber muy bien por qué, estacioné frente a la casa de Mara y llamé a su puerta.
Me atendió la madre, que se sobresaltó al verme.
–Qué quiere– me dijo no en tono de pregunta.
–Ver a su hija –respondí cortante. La mujer, sin decir ni mú se metió otra vez en el interior y cerró la puerta. Me quedé sin saber qué hacer, pero alcancé a percibir un rumor de diálogo antes de que la puerta se abriese nuevamente.
Mara se asomó con determinación y dio unos pasos hacia mí hasta quedar fuera del marco de la puerta. Llevaba puesto un vestido ligero con un estampado de estrellitas azul grisáceo y unas zapatillas chatas y blancas. El pelo suelto le caía sobre los hombros, con el cuello despejado y apenas adornado con una simple cadenita de plata. Me miró desde la profundidad de sus ojos inviolables.
–¿Qué puedo hacer para que me perdonés? –pregunté casi tartamudeando.
–Andate! –sentenció. Y se volvió cerrando la puerta.
Subí al auto y mientras le daba arranque volví a mirar hacia la casa. Detrás de la ventana ella me acompañó hasta que desaparecí.
El lunes, volví a la casa de Mara, pero nadie abrió la puerta.
Una semana después, bajé del auto y volví a llamar a su puerta. Esta vez fue ella quien la abrió. No permití que reaccionara: le extendí una pequeña caja de cartón y le dije que podía llamarlo Tristan, sin acento en la a, si le gustaba ese nombre. Abrió inconmensurables sus grandes lagos mansos y tomó por reflejo la caja entre sus manos, en su interior el gatito intentaba salir aferrándose con sus uñas al borde. Mara volvió a levantar la mirada con asombro.
–Es una ofrenda dije. –Y me volví sobre mis pasos. (después me diría que se quedó en la puerta con una sonrisa que no pudo deshacer en toda la semana).
Hoy Tristan salta de un sillón a otro en esta nueva casa. Mara se extiende como otro animal sobre mi costado izquierdo. En el fondo se escuchan los gritos de los vecinos y algunas bombas de estruendo; después de mucho tiempo River acaba de ganarle a Boca un súper clásico. Ella mordisquea mi oreja y como por error toca apenas el interior del pabellón con su lengua nerviosa. La miro antes de besarla y pienso en cuánto se parece ella a la sombra plástica del felino.
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