EL SEÑOR DE LA NOCHE
Cuando crucé, a oscuras, el pasillo que separa la puerta de ingreso del cuarto de la biblioteca, tuve la sensación de que algo había cambiado en la casa vacía.
–No es necesario que enciendas la luz –me alertó una voz en algún lugar del estudio. La luna se colaba por la ventana, fileteaba en plata el perfil de los muebles y destacaba tenuemente los lomos de los libros. La misma luz recortó la figura casi grotesca que se deslizó, en silencio, por encima del espaldar del sillón. En ese momento, recién en ese momento, mi cuerpo se hizo cargo de lo que estaba ocurriendo. Noté el oleaje de mi piel erizándose.
–Si te hace sentir más seguro –me dijo la cosa –podés encender la lámpara del escritorio.
La lámpara sirve únicamente para leer o escribir, no alcanza para despejar las sombras de la habitación, no obstante, la encendí.
–Ponete cómodo. Hacé como que estás en tu casa.
Su voz gutural tenía como un soplido; el silbido del viento en los bosques, que le daba un tono quejumbroso, casi triste. Mientras me sentaba en la butaca frente al escritorio, me atreví a mirarlo. Sentado allí, aún en medio de las sombras, en lo alto del respaldar, como si fuese una gárgola inmemorial, su vista se me hizo insoportable. Los ojos ardían bajo el sombrero de paja y su cuerpo desnudo estaba cubierto por mechas de pelos hirsutos. Reuní como pude la energía necesaria para emitir una pregunta, que sonó como un quejido
–Cómo entró.
Me pareció intuir, bajo el ala del sombrero y el fuego de su mirada, una mueca en afán de sonrisa.
–Deberías saberlo, nada es imposible para el señor de la noche. Bueno, al menos esto de entrar por donde se me antoje…
–Pero… ¿qué es lo que quiere de mí?
–Será mejor que me tutees, nos vamos a sentir más cómodos. Como querer, no quiero nada, ya me has dado suficiente, aunque debo confesar que lo que más valoro es la intención: hoy día, con la cantidad de venenos que le ponen al tabaco, mascarlo hubiese sido un suicidio, así que , como habrás notado, de lo que me dejaste, solo me serví de la miel de yateí. Eso sí, ¡en lugar de tabaco podrías haber incluido un buen cubano! A propósito ¿no tenés nada bueno para fumar ahora?
Le extendí una caja con cigarros dominicanos para que se sirviese y saqué los fósforos de madera del cajón del escritorio. Comenzaba a sentirme más tranquilo. Después de todo –pensé– vivo rodeado de personas tan extrañas y ajenas a mí…
–Está bien –dije, ya con cierta firmeza en la voz. – pero, a qué has venido.
–Me gusta la calidez y la amplitud de tu casa, es un desperdicio que la dejés tan sola. Me gusta el olor del puro impregnado en las paredes; el perfume de la tinta de las revistas que se te caen de la cama; el modo en que las luces de los autos se reflejan como relámpagos en el techo. Podría darte muchos otros motivos por los que vengo, pero creo que el más pertinente, además del deber de ayudarte, es porque estoy aburrido, o desesperanzado quizá. En cuanto a eso de ayudarte; hago un tremendo esfuerzo, porque, la verdad, esa mujer que deseás, tiene las curvas más sinuosas que he visto por el barrio, su piel huele como flores silvestres sin necesidad de artificios ¡y sus ojos! ¡Madrecita! ¡Sus ojos dan ganas de bebérselos! Sí. Sí, amigo, me enciende la sangre, y no sé cómo contenerme muchas veces. Pero no te pongás ansioso, dentro de poco será toda, toda, tuya. Podés darlo por seguro, conozco trucos infalibles.
– ¿Viniste sólo porque estás aburrido?
–Después corregí: desesperanzado, te dije. Cada vez me siento menos de este lugar. Es como que pierdo una batalla todos los días. Ya casi no quedan montes ni bosques que cuidar. Y si bien antes me las arreglaba para castigar y expulsar a los depredadores, ahora vienen en patota, traen sierras a motor, topadoras que en un santiamén desbastan, destruyen, arrasan ¿Para qué? En el mejor de los casos, para cultivar esas semillitas, en el peor, queman, talan irresponsablemente para vender la madera de mis queridos árboles milenarios. ¿Qué soy sin el monte, sin los animales, los pájaros que ahora sueñan la muerte embalsamados o encerrados en jaulas mientras los colores de las plumas se le destiñen en su tristeza? ¿Quién soy si la modernidad ha terminado hasta con las creencias? Porque, como imaginarás, querido amigo, si nadie cree en mí, dejaré de ser. ¿Y las mujeres? ¿A quién le importa quien las embaraza? He perdido hasta el don de preñarlas por adúlteras. Eso no es nada, a veces logran asustarme a mí. Gritan mi nombre en la siesta, desesperadas, gimen, imploran que las doblegue con mi picho mítico, sin ninguna vergüenza. Hace poco me cansé de tirar piedras en el techo de una casa, hasta que, finalmente, sin haber logrado espantar a sus habitantes, entré por la noche, para cobrar mi pieza. ¿Con qué me encontré? Dos monstruos; ni macho ni hembra ¡eran las dos cosas a la vez! Un verdadero espanto. Se me pone la costra de gallina de solo recordarlo.
No, amigo, no. Estoy como perdido en este mundo. Pero aún estás vos, y esta casa que me gusta…
–Sigo sin entender…
–No hay nada que entender, es como la poesía, dejala fluir, no le pidás explicaciones. Lo que más me gusta de tu casa es la biblioteca. Es un buen refugio. Si ya no puedo andar asustando a la gente; si tampoco puedo encontrarme con otros seres como yo porque ni duendes quedan; si cada vez se me hace más difícil proteger a quienes viven del monte, el tiempo se demora, siento cómo el fracaso comienza a envejecerme… Pero eso no es todo: el bochorno más grande lo sufro cuando me confunden con el diablo: me hacen propuestas de pactos escandalosos; se hacen cruces cuando creen que estoy presente; riegan con agua bendita los lugares en los que sospechan que me escondo y tratan de exorcizar a las pocas personas que creen haberme visto encaramado en un techo, o a aquellas mujeres que me dejaron compartir, inocentemente, su lecho y su cuerpo.
A esa altura, la luna entraba con impertinencia e iluminaba su grotesca figura, la adrenalina se diluía; comencé a pensar que, frente a mí, en lugar de una amenaza, tenía a un probable amigo de quién compadecerme.
– ¡No me compadezcas! –Dijo casi gritando y haciendo temblar los cuadros ocultos, como si hubiese leído mi pensamiento –En lugar de eso, podés hacer algo por mí.
–Qué –respondí antes de que continuara.
–Hacerme conocer el mundo al que pronto perteneceré, indefectiblemente.
–Qué mundo
–El de los libros. El de las historias, el de la ficción.
Desperté con la cabeza apoyada sobre el escritorio, la luz de la lámpara aún iluminaba un libro abierto al medio, la luna ya había abandonado el cuarto y se vislumbraba un tenue color rojizo. Amanecía. Estaba solo; en el aire se olía el perfume agrio del tabaco mezclado con un dejo de moho.
Antes de salir a trabajar, hice una selección de los libros que leería en voz alta durante las próximas noches.
–No es necesario que enciendas la luz –me alertó una voz en algún lugar del estudio. La luna se colaba por la ventana, fileteaba en plata el perfil de los muebles y destacaba tenuemente los lomos de los libros. La misma luz recortó la figura casi grotesca que se deslizó, en silencio, por encima del espaldar del sillón. En ese momento, recién en ese momento, mi cuerpo se hizo cargo de lo que estaba ocurriendo. Noté el oleaje de mi piel erizándose.
–Si te hace sentir más seguro –me dijo la cosa –podés encender la lámpara del escritorio.
La lámpara sirve únicamente para leer o escribir, no alcanza para despejar las sombras de la habitación, no obstante, la encendí.
–Ponete cómodo. Hacé como que estás en tu casa.
Su voz gutural tenía como un soplido; el silbido del viento en los bosques, que le daba un tono quejumbroso, casi triste. Mientras me sentaba en la butaca frente al escritorio, me atreví a mirarlo. Sentado allí, aún en medio de las sombras, en lo alto del respaldar, como si fuese una gárgola inmemorial, su vista se me hizo insoportable. Los ojos ardían bajo el sombrero de paja y su cuerpo desnudo estaba cubierto por mechas de pelos hirsutos. Reuní como pude la energía necesaria para emitir una pregunta, que sonó como un quejido
–Cómo entró.
Me pareció intuir, bajo el ala del sombrero y el fuego de su mirada, una mueca en afán de sonrisa.
–Deberías saberlo, nada es imposible para el señor de la noche. Bueno, al menos esto de entrar por donde se me antoje…
–Pero… ¿qué es lo que quiere de mí?
–Será mejor que me tutees, nos vamos a sentir más cómodos. Como querer, no quiero nada, ya me has dado suficiente, aunque debo confesar que lo que más valoro es la intención: hoy día, con la cantidad de venenos que le ponen al tabaco, mascarlo hubiese sido un suicidio, así que , como habrás notado, de lo que me dejaste, solo me serví de la miel de yateí. Eso sí, ¡en lugar de tabaco podrías haber incluido un buen cubano! A propósito ¿no tenés nada bueno para fumar ahora?
Le extendí una caja con cigarros dominicanos para que se sirviese y saqué los fósforos de madera del cajón del escritorio. Comenzaba a sentirme más tranquilo. Después de todo –pensé– vivo rodeado de personas tan extrañas y ajenas a mí…
–Está bien –dije, ya con cierta firmeza en la voz. – pero, a qué has venido.
–Me gusta la calidez y la amplitud de tu casa, es un desperdicio que la dejés tan sola. Me gusta el olor del puro impregnado en las paredes; el perfume de la tinta de las revistas que se te caen de la cama; el modo en que las luces de los autos se reflejan como relámpagos en el techo. Podría darte muchos otros motivos por los que vengo, pero creo que el más pertinente, además del deber de ayudarte, es porque estoy aburrido, o desesperanzado quizá. En cuanto a eso de ayudarte; hago un tremendo esfuerzo, porque, la verdad, esa mujer que deseás, tiene las curvas más sinuosas que he visto por el barrio, su piel huele como flores silvestres sin necesidad de artificios ¡y sus ojos! ¡Madrecita! ¡Sus ojos dan ganas de bebérselos! Sí. Sí, amigo, me enciende la sangre, y no sé cómo contenerme muchas veces. Pero no te pongás ansioso, dentro de poco será toda, toda, tuya. Podés darlo por seguro, conozco trucos infalibles.
– ¿Viniste sólo porque estás aburrido?
–Después corregí: desesperanzado, te dije. Cada vez me siento menos de este lugar. Es como que pierdo una batalla todos los días. Ya casi no quedan montes ni bosques que cuidar. Y si bien antes me las arreglaba para castigar y expulsar a los depredadores, ahora vienen en patota, traen sierras a motor, topadoras que en un santiamén desbastan, destruyen, arrasan ¿Para qué? En el mejor de los casos, para cultivar esas semillitas, en el peor, queman, talan irresponsablemente para vender la madera de mis queridos árboles milenarios. ¿Qué soy sin el monte, sin los animales, los pájaros que ahora sueñan la muerte embalsamados o encerrados en jaulas mientras los colores de las plumas se le destiñen en su tristeza? ¿Quién soy si la modernidad ha terminado hasta con las creencias? Porque, como imaginarás, querido amigo, si nadie cree en mí, dejaré de ser. ¿Y las mujeres? ¿A quién le importa quien las embaraza? He perdido hasta el don de preñarlas por adúlteras. Eso no es nada, a veces logran asustarme a mí. Gritan mi nombre en la siesta, desesperadas, gimen, imploran que las doblegue con mi picho mítico, sin ninguna vergüenza. Hace poco me cansé de tirar piedras en el techo de una casa, hasta que, finalmente, sin haber logrado espantar a sus habitantes, entré por la noche, para cobrar mi pieza. ¿Con qué me encontré? Dos monstruos; ni macho ni hembra ¡eran las dos cosas a la vez! Un verdadero espanto. Se me pone la costra de gallina de solo recordarlo.
No, amigo, no. Estoy como perdido en este mundo. Pero aún estás vos, y esta casa que me gusta…
–Sigo sin entender…
–No hay nada que entender, es como la poesía, dejala fluir, no le pidás explicaciones. Lo que más me gusta de tu casa es la biblioteca. Es un buen refugio. Si ya no puedo andar asustando a la gente; si tampoco puedo encontrarme con otros seres como yo porque ni duendes quedan; si cada vez se me hace más difícil proteger a quienes viven del monte, el tiempo se demora, siento cómo el fracaso comienza a envejecerme… Pero eso no es todo: el bochorno más grande lo sufro cuando me confunden con el diablo: me hacen propuestas de pactos escandalosos; se hacen cruces cuando creen que estoy presente; riegan con agua bendita los lugares en los que sospechan que me escondo y tratan de exorcizar a las pocas personas que creen haberme visto encaramado en un techo, o a aquellas mujeres que me dejaron compartir, inocentemente, su lecho y su cuerpo.
A esa altura, la luna entraba con impertinencia e iluminaba su grotesca figura, la adrenalina se diluía; comencé a pensar que, frente a mí, en lugar de una amenaza, tenía a un probable amigo de quién compadecerme.
– ¡No me compadezcas! –Dijo casi gritando y haciendo temblar los cuadros ocultos, como si hubiese leído mi pensamiento –En lugar de eso, podés hacer algo por mí.
–Qué –respondí antes de que continuara.
–Hacerme conocer el mundo al que pronto perteneceré, indefectiblemente.
–Qué mundo
–El de los libros. El de las historias, el de la ficción.
Desperté con la cabeza apoyada sobre el escritorio, la luz de la lámpara aún iluminaba un libro abierto al medio, la luna ya había abandonado el cuarto y se vislumbraba un tenue color rojizo. Amanecía. Estaba solo; en el aire se olía el perfume agrio del tabaco mezclado con un dejo de moho.
Antes de salir a trabajar, hice una selección de los libros que leería en voz alta durante las próximas noches.
Etiquetas: Hijos de Nix
8 Comments:
me lo imprimo y lo leo :oP
10:22 a. m.
¡Estos son personajes!!! Se aparecen y piden ser publicados. ¿No le preguntaste si estaba afiliado a un Sindicato??? Creo que con esos tenés que tener cuidado...
Es un gusto leerte.
Besos y lecturas.
11:49 a. m.
muy lindo Jorge... quién será ese que viene a ser usté pero no?
10:18 p. m.
por las dudas,está basado en un mito guaraní, y en un relato de Nabokov.
1:42 a. m.
¿A qué distancia de un sueño de los míos?
3:00 p. m.
Me encantan este tipo de relatos Alberdi querido!!! Es que los cuentos atrapan mi atención, casi como tu.
Besos corazón.
9:33 p. m.
Jorge:
el mito lo conozco, enviame por correo el nombre del relato de Nabokov, que no me doy cuenta a cuál te referís.
Gracias
La primer parte del relato parece una artesanía gótica, felicitaciones.
11:17 p. m.
Entretenido, excelentemente contado, un relato para leer y releer!
BESO ATENTO
3:15 a. m.
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